CAPÍTULO 2: LA CASA DE LOS RODRÍGUEZ

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Más allá del canal, que dividía a Nathála del resto de la isla, se hallaban los bosques inmensos de Prodet y los verdes paisajes de Yaofruc; y después de ellos, los montes se alzaban en el sur, salvaguardando a Tonic —la capital de Ertain— del resto del mundo. Sobre la costa rocosa de la ciudad se encontraba edificada la gran fortaleza, hogar de los gobernantes de Ertain. En uno de los grandes ventanales del castillo, Eduardo estaba sentado sobre los cojines de terciopelo oscuros y dibujaba cómo la luz se interponía entre las montañas gigantes, creando una sombra espectral. Desde hace días había estado esperando por ese momento preciso para retratarlo a la perfección, así que cuando vio la escena por el cristal, el cansancio por hacer el amor con Micaela desapareció y se levantó de un salto, poniéndose los pantalones y agarrando sus materiales para trazar aquella imagen en el papel.

Mientras tanto, la muchacha pelirroja se había sentado en la cama, después de cubrirse el pecho con las mantas, y veía al segundo hijo del rey Alberto y la reina Ileana con curiosidad. Desde que conocía al príncipe, se había dado cuenta de que, cuando se trataba del arte, él dejaba la devoción que sentía por ella a un lado para concentrarse solamente en la naturaleza que lo rodeaba.

Micaela había llegado a la corte tres meses atrás, ya que su noble familia haría negocios con el rey de Ertain. Quién sabe cuánto tiempo más tardarían esos tratados, pero ambos adolescentes estaban dispuestos a disfrutar de aquel instante juntos hasta que se cansaran del hechizo del otro.

En el presente, el sonido de las trompetas sonó a lo lejos. Eduardo le habría hecho caso omiso al ruido si la joven no le hubiera acariciado la nuca —después de ponerse la bata de seda y caminar hacia él—, haciendo que detuviera los trazos y volteara a su izquierda. Por la ciudadela, dos corceles negros jalaban una carroza hacia el palacio. El rostro del príncipe se descompuso. No quería bajar a recibir a los invitados, se negaba a verla; le enfurecía que sus padres le hubieran impuesto este destino. Cuando Alberto falleciera, Eric —el hermano mayor de Eduardo— e Isabel —la esposa del heredero— ascenderían al trono; él nunca sería rey, así que no hallaba razón válida para que sus padres hubieran insistido tanto en este ruin día.

—Tu prometida está por llegar —anunció Micaela mientras enrollaba sus dedos en el cabello dorado del príncipe.

Esa simple caricia electrificó el cuerpo entero de Eduardo. Se contuvo, respirando hondo y cerrando los párpados con fuerza. Su madre se enfurecería si llegaba tarde a ver a su futura esposa.


Cuando el carruaje se detuvo frente al castillo, todo el séquito ya se encontraba afuera para recibir a los Ramos. Ellos eran una familia noble y dueña de varias cosechas de trigo en toda la región montañosa, por lo tanto, su poder radicaba en la tarea de llenar cada estómago del reino. Sin embargo, ahora querían reafirmar su posición en la corte, casando a su única hija con el príncipe de Ertain.

La reina Ileana descendió por las escaleras hacia la plazuela y se puso en medio de la escena sin dejar de sonreír ni un solo segundo. Todos se inclinaron al paso de la monarca y volvieron a hacer el mismo movimiento cuando el rey decidió unirse a su esposa en este recibimiento.

Los Lores bajaron de la carroza y se encontraron con sus grandes amigos. El gobernante abrazó a Sergio, e Ileana besó las mejillas de Mariana. La reina y la esposa del noble eran cuarentonas, el rey Alberto se hallaba en los cincuenta y tantos, y Sergio ya se encontraba en los sesenta.

Entre las palabras de regocijo, la chica de dieciséis años, que aguardaba en el carruaje, decidió mostrarse. Ileana divisó a su futura nuera por encima del hombro de Laidi Mariana: Claudia ya era toda una mujer. Su cabellera rizada y castaña había crecido a la altura de sus pequeños pechos; la cara pálida se le había afilado, resaltando su fina nariz; y sus ojos minúsculos aún reflejaban ternura. Sus caderas eran chicas, pero calculó que sí servirían para concebir hijos. Ojalá que le guste a Eduardo, pensó la reina; sin embargo, si no se llegaban a agradar, qué más daba... A la fecha, ella y Alberto apenas se dirigían la palabra, y hace años que él no la tocaba; siempre estaba ocupado con sus incontables amoríos idílicos, donde esas niñatas sólo se dedicaban a seducirlo para conseguir poder en la corte y usar hermosas joyas. Algunas, incluso, habían parido a bastardos del rey y, por consiguiente, Alberto les había obsequiado hermosos castillos en Ertain para que criaran a sus hijos en paz. Al principio, las infidelidades de su esposo la habían sacado de quicio, pero con el paso del tiempo ya había aprendido a ignorarlas. Esas muchachas —algunas ni siquiera veinteañeras— sólo eran algo momentáneo, sólo se trataban de un capricho; en cambio, ella sería su esposa para siempre..., la reina hasta su muerte, y eso ninguna chiquilla se lo podía arrebatar.

Batalla de Dioses: La Reina del Mar (Batalla de Dioses, #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora