CAPÍTULO 34: FALSA REALIDAD

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—Catalina escribió otra vez —reclamó la viuda Leticia de Romero—. Insiste en querer regresar... No debería quejarse tanto, sólo tiene que disfrutar de los lujos que le da su marido. Todas pasamos por un matrimonio arreglado; debe comportarse como una mujer y ver lo bueno en ello —concluyó, hablando más para ella misma, que para su alrededor.

Bajó la carta cuando terminó de leerla y la arrugó para desecharla. Casar a su hija con ese comerciante rico de especias había sido una gran elección para mantener la abundancia de los Romero, así que no había más qué decir sobre el asunto.

Alrededor de Leticia se hallaban los Ramos, Claudia y Lucas —su hijo—. Todos esperaban la llegada del rey para almorzar, al que seguramente se le uniría Lor García, Mauricio y Micaela —su esposa—.

Claudia lucía enferma..., así se había visto desde que el rey Alberto había regresado hace dos semanas con Eduardo y le había dicho que pronto se casarían. La joven estaba sumamente ansiosa, al igual que su compañero Lucas; aquel bebé concebido antes del matrimonio —que actualmente crecía en el vientre de Claudia— les estaba causando muchos problemas, ya que su compromiso con Eduardo seguía en pie. No sería solo una princesa de Ertain, sino su reina cuando Alberto muriera; si alguien se enteraba de su embarazo, podrían acusarla de adulterio y quitarle todo título, bienes y prestigio. No sabían cómo, pero tenían que ocultar el embarazo de la joven, el parto y la existencia de su hijo de forma permanente...; ese era el único plan que tenían hasta ahora.

Minutos después, el rey y sus acompañantes ingresaron a la habitación, y los presentes se levantaron para recibirlos. Alberto y su corte ocuparon la cabeza de la mesa, mientras todos se dedicaban saludos. Micaela y Claudia, quienes antes habían sido enemigas mortales por un chico que terminó huyendo con una hereje, apenas se sonrieron falsamente. Ahora la pelirroja tenía esposo y la castaña estaba por convertirse en reina.

Cuando se hallaban a punto de sentarse nuevamente, la gran puerta volvió a abrirse, dejando pasar a una mujer, que con dificultad lograba mantenerse derecha; traía vestiduras negras de pies a cabeza y aparentaba ser más anciana de lo que era. Los presentes se sorprendieron de ver a la reina Ileana, ya que no bajaba a desayunar con el rey desde el asesinato de Eric. Todos se mantuvieron de pie para recibirla.

—Buenos días —dijo la mujer, colocándose al otro borde de la mesa. Miró a todos los presentes, excepto a su esposo—. ¿Dónde está mi hijo? —cuestionó después de darle una repasada al salón.

—El príncipe nunca desayuna con nosotros desde que regresó del norte, Majestad —contestó Micaela.

—Pero me prometió que hoy estaría aquí —refutó Ileana.

Desde que había vuelto a Tonic, Eduardo visitaba a su madre una vez al día en sus aposentos. La pobre mujer parecía que nunca saldría del luto de Eric, así que siempre hablaban de él. Hacer ese gesto ayudaba al joven a no llenarse de repudio por el sitio al que había regresado y mantenerse centrado en lo que tenía que hacer.

Como si la reina lo hubiera invocado, el umbral se abrió por tercera vez, dejando ver al nuevo heredero de Ertain. El príncipe tenía veinticinco años, pero se veía sumamente demacrado. Poseía ojeras alrededor de sus ojos color miel, que daban la impresión de ser más oscuros por el cansancio. Tenía la barba sin afeitar por varios días y parecía que realmente había perdido toda luz en su interior. Claudia y Micaela, que en un momento de su historia lo habían amado, no lo reconocieron. Selena le chupó el alma, pensaban. 

—¡Ay, cariño, apareciste! —exclamó la reina, sentándose finalmente.

Eduardo no abrió la boca, ni siquiera miró a la corte, simplemente tomó asiento cerca de su madre. Él estaba ahí, pero su mirada se encontraba muy ausente; siempre se hallaba en ese estado catatónico. Incluso, en las reuniones con los nobles, era una persona de pocas palabras, que iba al grano para después salir desinteresadamente de la habitación. No convivía con nadie fuera de lo estrictamente necesario, se encerraba en su habitación casi todo el día y a veces salía del castillo a un lugar de dudosa procedencia, de donde siempre regresaba apestando a un putrefacto olor a alcohol.

Batalla de Dioses: La Reina del Mar (Batalla de Dioses, #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora