CAPÍTULO 4: DOS MUNDOS COLISIONAN

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Mauricio y su mejor amigo entraron al palacio, cargando al ciervo mientras reían sobre una antigua anécdota de sus dieciséis años. Habían salido de caza con el primer rayo del alba y, después de una cansada persecución, consiguieron matar al animal. Al rey y a los nobles les gustaba conservar la cabeza y el pellejo para colgarlo por ahí o adornar alguna recámara, pero a Eduardo eso le parecía obsoleto. Donaría el ciervo entero al carnicero del castillo, de seguro él vendería la piel para que alguien por ahí se ganara la vida cosiendo nuevos ropajes.

—Sabía que yo lograría atraparlo —presumió Mau—, soy mejor que tú cuando se trata de usar el arco.

—Oh, cállate —replicó el príncipe a punto de echarse a reír.

Sin embargo, Mauricio estaba en lo correcto. Él era muy bueno para el tiro con arco; no obstante, en un combate con la espada, Eduardo resultaba triunfador.

Isabel desvió la mirada del Organizador de Eventos por un segundo, viendo desde lejos cómo su joven cuñado cargaba sobre los hombros parte del torso y las patas de un animal. Entrecerró los ojos, desaprobando el comportamiento del príncipe.

—Permítame un segundo, por favor —interrumpió el informe del señor.

Hace tiempo que la princesa había comenzado a sustituir a Ileana en los deberes del palacio, y el banquete de esta noche era una de aquellas ocasiones.

—¡Eduardo! —llamó a su cuñado, haciéndose escuchar por todo el pasillo.

Al escuchar esa voz cantarina, las piernas del príncipe flaquearon; estuvo a punto de soltar al ciervo por la conmoción de escuchar a su Isabel tan cerca de él. No es tuya, le recordó a su corazón funestamente. Apretó la mandíbula y se preparó para otro triste episodio.

—Quítenle ese animal de encima —ordenó la princesa de Soberni a los sirvientes, que se encontraban en el corredor, mientras ella caminaba para encontrarse con Eduardo.

Dos jóvenes tomaron la posición de Mauricio y el príncipe para cargar al ciervo.

—Llévenlo con el carnicero, por favor —les pidió Eduardo.

—Claro, Majestad —respondió uno de ellos.

Guiados por Mau, desaparecieron por el otro lado del pasillo en camino hacia la cocina. Cuando el príncipe despegó la vista de los muchachos, Isabel ya estaba frente a él. Sus preciosos ojos verdes lo examinaron de pies a cabeza. Se sintió desorientado; la mirada de su cuñada lo desarmó por completo, despertando los feroces deseos de abrazarla y respirar su aroma floral una vez más. Hace mucho tiempo que no lo hacía; no pudo recordar cuándo fue la última vez, sin embargo, aunque hubieran sido dos días atrás, para él ya había transcurrido una eternidad.

—¡Mírate! —exclamó la princesa—, tu rostro está lleno de suciedad y apestas a sudor —le recriminó, causando que él no olvidara su realidad—. ¡Deberías estar desayunando con Claudia, no haciendo desfiles con animales muertos en el corredor principal!

Los hombros de Eduardo se entornaban muy bien en su prenda blanca debido al esfuerzo que había implicado cazar al pobre ciervo. Por otra parte, el príncipe tuvo que morderse la lengua para no gritarle a su cuñada. Detestó que mencionara a Claudia en su oración.

—No quiero almorzar con ella —se quejó con severidad.

—Debes intentarlo —musitó Isabel, utilizando un tono más amable; tenía la mirada enternecida—, es por tu felicidad y la de ella —Eduardo cerró los párpados con fuerza. No podía ver cómo su muy querido primer amor pronunciaba esas palabras que sonaban a sentencia de muerte—. ¿Quieres condenarte a una vida de soledad? —prosiguió la princesa—, ¿una vida como la de tus padres? Porque ese es justo el sendero que estás marcando. Si no intentas conocerla, la obligarás a ella y a ti a vivir en la amargura.

Batalla de Dioses: La Reina del Mar (Batalla de Dioses, #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora