CAPÍTULO 31: ESPADA HERMANA

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Decir que el fallecimiento del príncipe Eric no traería graves consecuencias a la frágil paz de Táneros era una falacia. De hecho, su muerte fue el evento decisivo que marcó el destino de Selena, y por lo tanto, de la isla misma. Dos cosas podían concluirse rápidamente de este suceso: Isabel Karina Domínguez, primogénita del rey Leopoldo II de Soberni, jamás sería reina; y Víctor Eduardo Rodríguez-Pérez, segundo hijo del rey Alberto II de Ertain, sería rey del pueblo montañoso mucho antes de lo planeado. Sin embargo, nadie allegado al príncipe Eric pensaba en esos hechos cuando la lúgubre noticia se esparció por todo Táneros.

En el momento que el cuerpo del heredero al trono llegó a Tonic, junto a una Isabel que había perdido el habla desde que su esposo había dejado este mundo, los flojos esfuerzos por una sana convivencia con el norte desaparecieron. Jaiden y el nombre de la reina Leilani fue denigrado, y la imagen de Selena se difamó. Alberto maldijo a gritos, e Ileana lo hizo en llanto, a pesar de que Isabel jamás se cansó de repetir que esto no había sido obra de Jaiden, sino que alguien más estaba detrás de esto. Su única prueba fue que reconoció al hombre al que su esposo le sacó el ojo, señalando que Algea era la culpable; sin embargo, nadie la escuchaba. Todo el mundo estaba tan inmerso en su dolor y orgullo pisoteado, que se les hizo más fácil hacerle caso a los guardias y su testimonio de que habían peleado con uniformados del norte por el círculo en sus ropajes. Hicieron responsable a Leilani y a Selena —su aliada— por la muerte de Eric, y así se libraron de todos los acuerdos que habían pactado con la joven reina. 

Isabel trató de luchar para que se supiera la verdad, pero sus fuerzas decayeron bastante en aquellos días azules. El negro se impregnó en sus vestiduras a pesar del calor sofocante que la asfixiaba, y durante las noches le resultaba imposible conciliar el sueño porque sólo podía pensar en lo fría que estaba la cama sin Eric. Pronto su padre comenzó a ahogarla en cartas, lamentando su pérdida, pero también exigiéndole regresar a Soberni —ahora que era viuda y sin acceso al trono ertaino— para apoyar en el futuro reinado de su hermano Alan. Isabel estaba harta de escucharlo a él y sus exigencias, al igual que la mirada sombría de la gente en la corte ertaina, como si quisieran que ya se largara. Su pecho se había vaciado, pero las voces de la cabeza no dejaban de gritarle que debía vengar a su marido; y de ese deseo se agarró para no perder la cordura y quedar anclada al lecho para siempre.

Mientras tanto, la reina Ileana se consumió en su pesar. Después de que el sarcófago de su hijo fue sellado y depositado en el gran cementerio de la Casa Rodríguez para reposar ahí por toda la eternidad, se encerró en sus aposentos para ya nunca salir. La mayoría del tiempo se la pasaba rezando o cosiendo, repitiéndose a sí misma que si su bebé ya no vivía, ella tampoco merecía hacerlo.

Finalmente, Alberto pospuso todo lo que se supone que debía hacer ahora que su primogénito estaba muerto, refugiándose en el alcohol. Ese amargo elixir calmaba a la horrible aflicción, que no había abandonado su corazón desde que vio a su hijo preferido tan pálido, frío y quieto en aquella carroza, haciendo que todo se volviera real. Sobrio era un manojo de nervios, que explotaba ante la mínima provocación. Sabía que el vulgo y sus aliados del sur esperaban su castigo a los responsables de la muerte de su hijo, pero —aunque no lo admitiera en voz alta— no tenía idea de cómo proceder.

Al mismo tiempo, del otro lado de la isla, Eduardo se deshizo en pesadumbre. Trató de razonar su dolor, pensando en lo mucho que su hermano le había hecho la vida miserable, pero esos hechos ya estaban muy enterrados en el pasado. Ahora sólo había cariño por él, y la esperanza de por fin conocer la cara gentil y protectora de Eric; ilusión que le había sido arrebatada en un parpadeo. Varias noches lloró en los brazos de Selena, hasta quedarse dormido; ahora sólo en sueños podía ver a su hermano. Intentó cruzar la isla para ir al servicio funerario de Eric, y compartir su luto con Isabel e Ileana —que seguramente tenían una pena mayor que él—, pero su padre y los nobles ertainos le prohibieron la entrada. Otra vez fue llamado traidor por estar casado con una de las principales sospechosas de este violento acto, pero Eduardo no dudó ni un segundo de la inocencia de su esposa. 

Batalla de Dioses: La Reina del Mar (Batalla de Dioses, #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora