Preludio: Desencadenar

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—No nos pagan lo suficiente.

El hombre que había soltado tal frase resopló con irritación para apartar un rebelde mechón de cabello rizado que se zarandeaba en frente de sus ojos. Su compañero, un sujeto enorme con apariencia de gorila que caminaba a su lado, lo miró de soslayo a la vez que intentaba idear algún tipo de respuesta ingeniosa. Ambos llevaban puestas largas batas de laboratorio idénticas, aunque el aspecto de cada uno era diametralmente distinto. Mientras el primero parecía un científico incomprendido, con el cabello desordenado y unas grandes bolsas bajos los ojos, el segundo tenía un aire más propio de un inexpresivo militar disfrazado de médico.

—Podría ser peor —refunfuñó el gigantón, consciente de que su escasa creatividad no bastaba para decir algo mejor—. Al menos nos pagan.

Su irascible acompañante soltó un segundo resoplido, mucho más potente que el anterior. Se aseguraba de pisar con fuerza para dejar en claro su disgusto, tal como lo haría un niño en pleno berrinche, produciendo ecos que resonaban en el extenso pasillo de superficies metálicas que recorrían. Ni siquiera tenía la decencia de responder a los saludos que le dirigían los ocasionales colegas que se le cruzaban, así que el grandote se veía obligado a hacerlo en nombre de ambos.

—Veo que tu ambición está al nivel de tu intelecto, mi apreciado amigo —masculló el ojeroso científico, poniendo especial énfasis a sus palabras—. ¿Crees que nuestro miserable sueldo hace justicia al trabajo que realizamos?

—No lo sé.

—Solo piénsalo un poco. —Dejó escapar un suspiro de agotamiento y se frotó las sienes—. Ahora mismo nos han enviado a inspeccionar el estado del espécimen atrapado hace un par de días, ¿verdad?

—Así es. No parece una tarea muy complicada.

—¡Lo es! A menos, claro, que te guste tener que lidiar con criaturas sobrenaturales.

—Solo tenemos que asegurarnos de que siga con vida hasta que el supervisor regrese... Lo siento, no revisé los detalles de la consigna. —El hombretón sacó una tableta electrónica del interior de su bata—. ¿Dónde se supone que se realizó su captura?

Tuvieron que poner pausa a su conversación al notar que se habían aproximado a una zona en la que había cierto revuelo. Varias personas con vestimentas similares a las suyas salían y entraban de las innumerables salas conectadas al pasillo, mientras que otras se mantenían quietas en diversos puntos del corredor, ya fuese para cuchichear entre ellas o para revisar artilugios con aspecto de celulares. Por su parte, el hombre de cabello revuelto y el grandote, ajenos a lo que tenía a los demás tan preocupados, prefirieron seguir de largo antes de que alguien les quitara tiempo valioso con preguntas incómodas.

—Le di una revisada rápida al informe antes de reunirnos —dijo el primero apenas se alejaron lo suficiente del tumulto, dispuesto a proseguir con la charla para pasar el rato—. Parece que, sea lo que sea, la criatura estuvo viviendo en unas galerías subterráneas, muy lejos de aquí. —Miró a un lado y a otro con recelo—. Pero es difícil creer que haya podido subsistir en un lugar como ese, ¿sabes? Casi sin comida y con cantidades ínfimas de agua... —Bajó el volumen de su voz hasta convertirla en un susurro—. Casi podría decir que alguien la había estado manteniendo bien oculta hasta el momento.

—¿Insinúas que uno de los nuestros...?

—Yo no he dicho nada, amigo. —Se mantuvo silencioso durante unos minutos, hasta detenerse frente a una compuerta doble que parecía digna de una nave espacial—. ¡Aquí estamos!

—¿Aquí? ¿En serio? —El alto sujeto revisó su tableta hasta confirmar la ubicación—. Está demasiado cerca de la superficie.

—Pienso lo mismo, pero es imposible que...

Un repentino remezón, complementado por un estruendo que parecía provenir del otro lado de la compuerta, casi los hizo caer de espaldas. Fueron capaces de mantener el equilibrio sosteniéndose mutuamente, mas les costó varios segundos recobrarse de la sorpresa. Apenas lo consiguieron, cruzaron miradas por un buen rato y, sin mediar palabra, procedieron a acercarse al portón en cámara lenta.

Cuando estuvieron a cierta distancia, las hojas de la compuerta empezaron a retraerse a cada lado. Ante ellos quedó al descubierto una penumbrosa y amplia sala cuya única fuente de luz, además de esporádicos chispazos provenientes de cables rotos, era la que se colaba desde el pasillo. A pesar de la oscuridad, los dos científicos fueron capaces de advertir que el lugar había sido destrozado por completo hasta el punto de no quedar nada más que escombros metálicos.

Para empeorar el efecto dramático, un hedor férreo mezclado con cierto tufillo a plástico quemado golpeó sus fosas nasales con fuerza hasta hacerlos trastabillar. Era fácil reconocer el origen de uno de aquellos olores: brotaba de la sangre que manchaba las caóticas ruinas que antes habían conformado el piso, las paredes y el techo. Sin lugar a dudas, los desdichados guardias que habían sido asignados a resguardar al espécimen no habían podido plantar cara a lo que había sucedido en el lugar.

—¿Por qué diablos huele a plástico? —musitó el hombre de cabello largo, tragando saliva con dificultad—. Creo que deberíamos... Espera, ¿qué haces?

Su colega se había atrevido a poner un pie en el interior de la devastada estancia. El otro se apresuró a exclamar que no valía la pena tomar riesgos y era mejor buscar ayuda de inmediato, pero el grandote siguió de largo con cierta dificultad hasta detenerse en el centro de la sala. Se mantuvo con el rostro levantado durante varios segundos y, al girarse, dejó al descubierto una mueca de temor infantil que parecía impropia para un hombre de su talla. Presa de la curiosidad, el científico de cabello desordenado reunió el valor necesario para alcanzar a su compañero y dirigió su mirada al techo, deseoso de descubrir qué cosa podía resultar tan impactante.

Incluso con la escasa luminosidad, pudo distinguir que un enorme agujero con bordes irregulares se abría en la superficie metálica. Era la entrada, o la salida, de una especie de túnel artificial que ascendía en diagonal hasta alcanzar la superficie. Al menos, eso llegó a suponer al entrever el aparente resplandor de las estrellas que adornaban un lejano firmamento nocturno.

—Parece que sí podía ser peor —comentó el gigantón, forzando una sonrisa que no hizo sino acrecentar el pavor de su gesto—. ¿Crees que todavía nos vayan a pagar?

El otro movió los labios sin articular ningún sonido. Iba a perder su sueldo, eso estaba claro, pero no podía ni imaginar el destino que iban a sufrir todos aquellos que llegasen a toparse con el espécimen fugitivo.

A fin de cuentas, una sanguinaria bestia había sido desencadenada.

Y los habitantes de Londres y London muy pronto tendrían la fatal desgracia de conocerla.

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