37: Ascender

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Sheol, sudoroso y agitado, se detuvo frente a la gigantesca compuerta blindada de la sala que resguardaba al núcleo. Llegar hasta aquel lugar no había sido nada fácil, así que se dio un merecido tiempo para recobrar el aliento y deshacerse del apabullante dolor que le atenazaba todo el cuerpo, en especial su pierna tullida. Lidiar con los incesantes asaltos de los engendros del Necrobita había representado un reto mayor al esperado, por no mencionar la explosiva participación de los siervos del Quinto Ojo. Recién tras alcanzar los pisos más abismales de la central había podido quitarse de encima a las bestias de ojos verdes, quienes no parecían estar dispuestas a alejarse demasiado de su monstruoso progenitor. Por otro lado, los maniquíes vivientes resultaron mucho más tenaces y despiadados, aunque también dejaron de aparecer de un momento a otro por razones desconocidas.

De no haber sido por todos esos obstáculos, tal vez hubiera concretado el recorrido en mucho menos tiempo. No ganaba nada poniendo reparos ni quejándose de la situación, concluyó Sheol, lo importante era que había alcanzado su destino con vida. Sin más dilación, tiró abajo el portón de un puñetazo y se internó en una amplia sala con forma pentagonal. Si bien no contaba con ninguna fuente de iluminación eléctrica, una fría luz blanquecina cubría buena parte de las paredes, el suelo y el techo. La razón detrás de ello era fácil de distinguir: en el centro de la estancia se erigía una especie de altar pétreo sobre el cual levitaba un colosal orbe níveo que irradiaba aquel titilante fulgor mortecino. Dicha esfera era orbitada por fragmentos de diversos tamaños que parecían estar compuestos de un material negruzco similar tanto al metal como a la roca. Cada uno de esos trozos tenía entre cuatro a seis lados irregulares y sus superficies lucían radiantes grabados de líneas sinuosas, flechas y círculos sin ningún patrón lógico.

A pesar de la prisa que llevaba encima, Sheol quedó anonadado por la majestuosidad del núcleo. Su naturaleza futurista, en pleno contraste con su esencia arcana, transmitía una sensación indescriptible que oscilaba entre intimidante y maravillosa. No era para menos, considerando los incontables rumores que corrían sobre el origen de aquellas inagotables fuentes de energía. Algunos decían que eran entidades cósmicas que habían aterrizado en el planeta millones de años atrás; otros afirmaban que se trataba de "pensamientos cristalizados" de la propia Tierra provenientes de su "sol" interno, e incluso había quienes creían que sobrepasaban los límites de la propia realidad para internarse en el ámbito de lo "celestial". Cual fuese la verdad, nadie la conocía a ciencia cierta, ni siquiera la Corporación Ethereal, que había construido cada una de sus principales instalaciones subterráneas sobre la ubicación de los núcleos originales para no arriesgarse a trasladarlos.

En el caso de la central en la que Sheol actuaba como supervisor, se usaba un núcleo "retoño" reconstruido con los restos de uno de los primordiales que había reventado en un antiguo accidente ocurrido en tierras extranjeras. Por tal motivo, su potencia no llegaba a ser tan impresionante como la que su "padre" había tenido en vida, aunque tal característica podría representar más una ventaja que un inconveniente en el presente caso. Sheol ansiaba que la explosión producto de su sobrecarga resultase suficiente para destruir al Necrobita y al Quinto Ojo, pero al mismo tiempo necesitaba que su radio de acción se concentrara en una zona reducida. De esa manera resultaría mucho más probable que Nirvana y Samsara se hallasen lo suficientemente lejos antes del desastre.

Pensar en ellas le hizo sentir un nudo atenazándole la garganta. En su egoísta afán por hacerse con el control de su especie había estado cerca de dañarlas de forma irreparable, en especial a su hermana menor. La amnesia que había sufrido por culpa de los atroces experimentos a los que la Corporación lo había sometido en su adolescencia no era, ni por lejos, excusa suficiente para quitarle el peso de la culpa. Por ende, la idea de redimirse entregando su vida a cambio del bienestar de su familia le parecía el precio más justo a pagar.

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