39: Glorificar

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Gracias al furor del combate, los sentidos de Alex se aceleraron al punto de permitirle apreciar en cámara ultra lenta todo lo que sucedía en las inmediaciones. Prefirió ignorar por completo los rugidos, alaridos, disparos y explosiones que rasgaban el aire a su alrededor para, en su lugar, concentrar su atención en lo que realmente importaba. Sin soltar la mano de Nirvana, clavó sus fríos ojos azules en la enorme y cada vez más cercana figura del Necrobita con la intención de analizar cada uno de sus movimientos.

Aquella descomunal bestia chasqueaba sus fauces sin cesar, mientras galopaba a trompicones impulsándose con sus dos gruesos brazos inferiores. Avanzaba a un ritmo muy irregular, tal como un animal recién nacido dando sus primeros pasos, debido a que sus esmirriadas piernas eran algo cortas para su tamaño en general. Incluso con dicha característica en contra, de ninguna forma podía ser subestimado; un simple zarpazo o una dentellada bien dada sería suficiente para definir el resultado de la batalla. Alex lo tenía muy claro: si pensaba derrotar a un adversario de tal calibre, debía pensar en una estrategia perfecta.

A diferencia de la ocasión en la que se había enfrentado a Samsara, no tenía sentido aplicar métodos de sicariato contra una criatura que poseía el tamaño de una casa de dos pisos. Incluso las técnicas de cacería resultaban un tanto ineficientes, al ser imposible hacerse una idea precisa de la fisionomía interna del Necrobita. En el hipotético caso de que pudiese atravesarle la zona vital del pecho con algún arma improvisada, pensó Alex, no resultaría nada agradable descubrir que tenía el corazón en otro lado. Aunque bien podría ser mucho peor si contaba con más de un órgano cumpliendo una misma función; todo eso sin tomar en consideración su exagerada capacidad regenerativa.

Tenía todas las de perder, eso era cierto, pero de todas formas estaba dispuesto a luchar hasta el final.

Si su destino era caer en combate, su sed de gloria quedaría satisfecha.

—No quiero morir...

No había sido el orgulloso noble quien había pronunciado aquel murmullo. Con el rostro compungido, Nirvana aumentó ligeramente la fuerza con la que apretaba su mano.

—No quiero verte morir, Alex... —volvió a musitar con la voz quebrada y los ojos húmedos—. Lo siento, todo es mi culpa...

Él le dirigió la mirada.

Por alguna razón, verla llorar trajo a su mente la imagen de su familia. No cabía duda de que su flemático padre, como buen Hound de pura cepa, o estaría orgulloso de su glorioso sacrificio o decepcionado por la misión fallida. Muy por el contrario, pensar en la desgarradora reacción que tendrían su madre y su hermana bastó para que un escalofrío le recorriera la espalda.

¿Realmente estaba dispuesto a causarles tanto dolor? ¿Acaso no era el bienestar de los seres queridos lo que más debía valer para un auténtico noble, incluso por encima del honor absoluto y la gloria eterna?

—No vamos a morir —decretó, en tanto soltaba la mano de Nirvana—. Escucha, necesitamos improvisar con mucha sincronía. Yo apuntaré a los ojos y a los brazos inferiores. Tú debes escalar por su espalda hasta alcanzar su cuello y...

Por desgracia, el tiempo de armar planes llegó a su fin mucho antes de lo previsto. Al tenerlos a unos cuantos metros, el Necrobita se abalanzó sobre ellos con la mandíbula abierta de par en par. Sus intenciones eran obvias: zampárselos de un bocado.

Alex prefirió no malgastar tiempo en observar a la bestia que pretendía convertirse en su verdugo. Dejándose llevar por el instinto de supervivencia, empujó a Nirvana con todas sus fuerzas y utilizó ese mismo impulso para lanzarse hacia el otro costado. Quiso comprobar el estado de su amiga apenas se vio fuera de peligro, pero la descomunal cabeza que había aterrizado entre ellos se lo impidió por completo.

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