Capítulo 27.

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Punto de vista de Luisita Gómez.

—Yo tampoco quiero.

En cuanto susurró esas palabras contra mis labios, algo se encendió dentro de mí. Ella lo deseaba tanto como yo.

Uní mi boca a la suya y comenzamos a besarnos de forma lenta, casi torturosa para el calor que comenzaba a extenderse por mi cuerpo.

Sus manos bajaron de mi cara a mi cintura, mientras las mías se enredaban en su nuca. El agarre de Amelia era extremadamente preciso, sabía exactamente dónde tocar y apretar para hacerme perder el control.

Cuando mi lengua se encontró con la suya, Amelia se aseguró de apretar mi cintura con fuerza, lo que me hizo soltar el gemido que tenía atascado en la garganta desde el beso que habíamos intercambiado en el espectáculo.

Los gemidos contra sus labios parecían ser la señal que Amelia necesitaba para subirme a su regazo. Pasé por encima de la palanca de cambios del coche y me senté sobre sus muslos, dejando una pierna a cada lado de su cuerpo, y reanudé los besos en su boca, que empezaba a ponerse roja.

Al estar encima de ella, mi chaqueta ya no me cubría toda la parte superior del cuerpo, lo que dejaba mi camiseta blanca totalmente al descubierto. Al darse cuenta de que podía aprovecharse de ello, llevó sus manos al interior de mi chaqueta, más concretamente a mi cintura, completamente descubierta ya que mi camisa sólo llegaba hasta la mitad del torso, y la apretó.

Sus manos estaban calientes y, en cuanto entraron en contacto con mi piel, pude sentir un escalofrío que me recorría la columna vertebral.

Rompí el contacto entre nuestros labios debido al aire que empezaba a agotarse y ella movió sus besos por mi cuello.

—Amelia... —dije sin aliento.

—¿Mmhm? —hizo un ruido sin dejar de besar mi cuello.

—Vamos... arriba.

—¿Ahora? —susurró.

—Ahora. Hay más espacio ahí arriba —sonreí con la comisura de los labios, apartándome de su cara.

Amelia soltó sus manos de mi cintura y en cuanto lo hizo eché de menos el calor que antes había en esa zona, que fue rápidamente sustituido por el aire frío que circulaba por el interior del coche.

Volví al asiento del copiloto y me di cuenta de que los cristales del coche empezaban a empañarse.

—Mira esto... —dije y me reí mientras señalaba las ventanas.

Amelia miró hacia donde yo señalaba y sonrió, moviendo la cabeza negativamente.

—Esto es tu culpa.

—¿Mi culpa? —pregunté con incredulidad.

—La tuya —abrió la puerta del coche —¿Vienes?

Salí del coche y me acerqué a la morena, que estaba cerrando la puerta.

—¿Por qué es mi culpa? —pregunté.

—Porque me puedes muchísimo y no puedo controlarme —contestó ella, cogiéndome de la mano y mirando de reojo antes de cruzar la calle.

—Pero aún no he hecho nada —sonreí mientras subía los escalones que llevaban a la puerta del edificio.

En cuanto Amelia entró, cerré la entrada y vi cómo se abría la pequeña puerta de la recepción, dejando ver las canas de Jamie.

—¡Buenas noches, señoritas!

—¡Buenas noches, Jamie!

—¡Buenas noches, señor! —dijo Amelia.

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