Capítulo Treinta

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El recuerdo me hace pensar que fue ayer. Aunque sucedió hace veinte años. No me gusta aferrarme al pasado, creo que quienes lo hacen mueren un poco más cada día, pero parte de mi murió en ese momento, es por eso que tengo prohibido olvidarlo.

Ella era una simple campesina, vivía en una aldea a las afueras de las murallas de Belford. Una mujer simple, de su casa, sus gallinas, su caballo y sus cultivos, trabajadora del primer al último día del año.

Una vez por año, los reinos acostumbraban a llevar a cabo una celebración en honor a la paz y la prosperidad, ese año le tocó a Belford ser el anfitrión. Y fue ahí donde la conocí.

En mi elegante carruaje, pasaba por el camino, repleto de jubilo y celebración. Pero mis ojos no se pasmaron en el oro y las alabanzas, sino que quedaron absortos en ella. Una mujer que jugaba de manera inocente con una niña, y le compraba una golosina, no sé como explicarlo, pero en ese momento sentí que su sonrisa brillaba más que mil soles de verano.

Bajé de mi carruaje, y tomé un caballo. La multitud enloqueció al tenerme cerca, pero tuve que obviarlos para llegar a ella. Como quien mira un atardecer temprano sus ojos contemplaron. Con sorpresa, y también con un poco de miedo.

Le extendí mi mano, para que me cediera la suya, callosa y con sus imperfecciones por el trabajo de campo, sus manos no eran las de una princesa, pero las besé como si fueran las de una reina.

Dijo llamarse Evelyn, y en su boca sonó como el nombre más hermoso que pude haber oído. No me importaba el alboroto que había a nuestro alrededor, ya que se estableció un mundo en el primer momento que nuestras miradas se cruzaron.

El día transcurrió veloz, me narró de su vida, y yo de la mía. El único momento en el que la tristeza cayó sobre mi, fue cuando tuve que despedirme de ella. No me podía quedar, como un rey tenía ocupaciones, y no podría volver hasta haber terminado mis asuntos.

Ella lo comprendió, me tomo de la mano, y me prometió esperarme, aun si volviera en un día, o en mil años, ella estaría ahí para mi. Y tuve que marchar, con su sonrisa alumbrando mis pensamientos, no hay poder más puro que ese, no hay magia que contrarreste el amor que comenzó a germinar esa tarde.

Los días pasaron, entre obras y labores, pero nunca dejé de pensar en ella. Tan pronto pude, volví a Belford a duro galope de mi carruaje, pero cuando llegué, en su rostro ya no estaba la dulce felicidad que recordaba, sino un semblante triste.

En intimidad mencionó el motivo de su pesar. El mismo día que la vi, no fui el único rey que puso su vista en ella, sino que también Amato, rey de Belford, también la encontró muy atractiva. Hipócrita, pensé en ese entonces, ella vivió siempre en esa aldea, a las afueras de las murallas de su ciudad, y recién ahora pone su vista en ella.

La invitó a su castillo, pero por nuestra promesa, ella lo rechazó, le prometió oro, y puso ante sus ojos las riquezas que su gente jamás podrá ver, y aun así, lo rechazó. Yo solo le mostré mi sonrisa, y su corazón ya palpitaba mi nombre, no hay tesoro que se compare con eso.

Entonces decidí que no estaba dispuesto a irme sin ella. Esa misma tarde subió en mi carruaje, invité a sus abuelos a venir con nosotros, pero ellos humildemente se negaron.

Permanecimos una semana mi reino, que pasó como si fueran cinco minutos. Nos veían corretear por el jardín como dos adolescentes enamorados, y en la azotea, en una noche de luna llena, bajo el resplandor de ese inmaculado astro, se consumó nuestro amor, entre caricias y mucha pasión.

Ella había dejado la tela de campo por las vestiduras del palacio, pero nadie olvida sus raíces en una semana, y ella no las hubiera olvidado aunque pasaran siglos. Decidió volver con sus abuelos, para convencerlos de mudarse con nosotros, su idea me pareció lógica, y la acompañé en su vuelta, pero no sería el viaje pacifico que teníamos previsto.

Nos tendieron una trampa. Fuimos emboscados, mi escolta peleó con honor hasta el último segundo, pero ellos eran demasiados. Usé todo mi poder, fundí todo mi mana para defender a tu madre, pero aun así la arrebataron de mis brazos. Entre gritos y llanto la vi irse, sin poder protegerla.

Entonces no desperdicié ni un minuto llorando en el suelo, volví a Charmintong, y armé a mis tropas, sin mas, atacamos Belford, empezando así con la guerra.

Con el correr de los días, supe del embarazo de tu madre, porque lo vi en mis sueños, la Luna me lo mostró, tal vez para motivarme, o para torturarme. Pude ver como nacería una hija de su vientre, y sería una hechicera poderosa, igual que yo. Pero por más que busqué en mis sueños, no pude encontrar a tu madre.

Luego llegó a mis oídos que falleció por el parto, pero jamás supe si eso fue real. Solo sé que me sentí morir con su partida, mi corazón se desgarró en mil pedazos, y mi sonrisa jamás fue la misma, ya no pudo ningún verano separarme de ese crudo invierno.

El Destello y La SombraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora