Capítulo Cuarenta y Ocho

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La mirada fría e inexpresiva de Zar sólo refleja sus macabras intenciones, como la gélida sangre que corre por sus venas. Frente a él, Erick y Clario se revisten en el papel de héroes, en ellos cae la responsabilidad de terminar con este mal. A juzgar por sus miradas, por el fuerte resonar de sus pasos en el suelo y por el vigor con el que emprenden la carrera, se puede decir que están llenos de convicción para lograrlo.

Las manos del rey emanan fuego, con el que forma un círculo en el aire, que se cubre de tinieblas, para que de su centro escapen bestias aladas, con deformes colmillos agudos, cuerpos lánguidos algunos y otros obesos como un jabalí, pero en todos se ve la mirada perdida, y los salvajes gruñidos con actitud hostil.

—Gárgolas —advierte Erick, deteniendo su marcha.
—Puedo con ellas —responde Clario—. Ve por él.

Las bestias se tiran contra ellos, probando la espada del caballero, que las hace pedazos con rápidos y certeros movimientos. Erick toma impulso, saltando por encima del círculo de fuego, para encontrarse con la mirada de Zar del otro lado, quien abre sus mandíbulas de manera sobrehumana, expulsando a un enjambre de langostas.

Aunque pequeños, los insectos parecen revestidos de una coraza, y demuestran tenacidad al empujar el pesado cuerpo de Erick hacia un lado, para diezmarlo mientras él intenta defenderse con uñas y dientes. Zar lo observa, adoptando esa mirada indiferente, para desviar su vista a Clario, quien le pone fin a todas sus criaturas de la noche y el círculo de fuego se disuelve.

El rey alza su lánguido brazo derecho en su dirección, y sin pestañar sus dedos ejecutan una salida de rayos colorados, que el caballero cubre con su escudo, como ya lo hizo antes. Pero esta vez decide aumentar la carga, atacándolo también con su brazo izquierdo, generando el doble de poder.

El metal del escudo arde, como si fuera lava, pero Clario mantiene su posición, afirmándose hacia el, como quien se aferra a sus esperanzas. Los rayos rebotan contra el suelo a su alrededor, haciendo que las piedras vuelen por los aires. Así las centellas viajan, diezmando y llevándose todo a su paso, menos al último soldado que se mantiene en pie, recibiendo el ataque, respaldando con su esfuerzo aquel valor que bramó por su boca.

El rey lo observa. Su lado demoniaco siente aberración al ver tanto valor en un mortal. Sin embargo su lado humano lo ve con algo de envidia. Sin ser visto por su rival, escupe una serpiente de sus labios, la que se arrastra sobre el suelo con velocidad, y aunque pequeña, es suficiente para atacarlo, ocasionando que por la sorpresa pierda el equilibrio, y caiga presa de la lluvia de rayos que destruye su armadura, haciendo que vuele por los aires, y que él caiga al suelo.

Se dispone a dar el golpe de gracia de manera vil, pero es Erick quien se lo impide, tirándose contra él en una salvaje embestida. Una vez más no le da tiempo para generar su escudo, pero si logra esquivarlo, dando un salto hacia atrás, haciendo que su cuerpo vuele por el aire como si fuera una hoja atrapada por el viento.

—Me sorprende que hayas podido contra mi ejercito de langostas —le dice, siendo mecido por el viento como si estuviera levitando.
—Sólo eran insectos. —responde Erick, abandonando el suelo de un salto poderoso, con los brazos extendidos hacia él. Quien lo observa acercarse, y contrapone esa furia que emana su rival con calma.

Forma un círculo con su mano, y sopla a través de él, generando fuego. Una llamara brillante que envuelve a Erick en un torbellino, ocasionando que su garganta brame agudos gritos de dolor al sentir como quema su piel, pero ninguno de esos aullidos son oídos, ya que el remolino comprime el ruido mientras lo ahoga con su calor.

—No podrás escapar de ahí tan fácilmente —dice Zar—. Ese fuego proviene del infierno, así que no se extinguirá hasta que tu cuerpo quede hecho cenizas.

Sus ojos rotan del torbellino que tortura al ogro, hacia el soldado que se levanta del suelo. Golpeado y con heridas sangrantes, pero cargando esa mirada férrea, mientras se pone de pie, y convierte a sus callosas manos en puños.

—No estás listo para enfrentarme.
—Los verdaderos héroes no esperan a estar listos para dar batalla. Pelean cuando la ocasión se les presenta.
—Destruí tu armadura —le dice con desdén—. Volví inútiles a tu escudo y a tu espada. Ríndete y te concederé una muerte rápida.
—Jamás me rendiré —responde—. Mi escudo puede estar en el suelo, y puedes volver inútiles también a mis brazos y a mis piernas, pero aun así mis deseos de pelear me levantarán porque son demasiado grandes.

Con estas palabras se lanza a la batalla, como lo hizo la primera vez que recayó en sus hombros la responsabilidad de luchar por su patria. Levantando con fuerza su estandarte y elevando con fervor su credo, imponiendo al valor por delante del miedo.

El Destello y La SombraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora