Matar

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Este capítulo contiene menciones de intento de abuso sexual y asesinato. Si no te sientes cómodo con esto, siéntete libre de saltar este capítulo.


Era fácil. Morir.

Las primeras veces que lo hizo — que lo obligaron a hacerlo — Soobin luchó por mantenerse vivo. Se aferraba a la vida con desesperación, su voluntad para vivir intacta a pesar del dolor que nublaba su mente. Era inútil, lo sabía, pero no podía evitarlo. Sus instintos le ordenaban seguir por sobre el agotamiento.

Sin embargo, pronto se rindió. Entendió que mientras más luchaba, más se disgustaban las personas de las batas blancas y eso solo significaba dolor. Mucho más.

Así que dejó de luchar y se abandonó a la muerte.

Había escuchado a los otros pacientes decir que la muerte era una experiencia extraña. Un baile de imágenes y colores frenético que cesaba de pronto para darle paso a la nada. Y, en esa nada, la paz.

— Como flotar — había dicho su compañero de celda un día luego de una ronda con los de bata blanca, su piel marcada por los golpes y un hilillo de sangre seca corriendo a lo largo de su cuello, apenas respirando. Y aunque era imposible, lucía feliz, con ese brillo maniaco en los ojos que lo perseguiría en sus pesadillas durante días.

Soobin se negaba a creer que algo tan violento como la muerte podía llegar a ser pacífico. Era imposible.

Cuando murió — cuando decidió dejarse morir — esperó apenas consciente a que llegaran las luces y las imágenes, pero nada de eso paso. En cambio, se topó de frente con la misteriosa nada de la cual todos hablaban entre susurros, esa nada en la que no existía el sufrimiento, una obscuridad sin fin de la cual no tenía fuerzas para escapar, que lo cobijaba en su espesura, delicada y extrañamente confortable. El dolor se desvaneció y una súbita sensación de calma lo invadió, ligera y apenas perceptible.

No duró mucho, claro. Tan pronto como esa calma llegó se fue, y, entonces, de golpe, Soobin estaba vivo de nuevo. Despertó en la misma habitación blanca, rodeado de máquinas y monitores. Seguía en esa cama de hospital, todavía sujeto de pies y manos.

Era fácil morir, pero lo que venía después, la resurrección, era el infierno.

El dolor regresó con fuerza y también el pánico, ese instinto de lucha que había reprimido mientras los de bata blanca hacían con él lo que querían. A pesar de estar despierto, todavía no podía moverse, la medicación experimental, el trauma y las amarras manteniéndolo efectivamente inmóvil. Aún así, podía sentir sus heridas cerrarse y sus huesos reacomodarse; crujían al volver a la posición correcta y el sonido retumbaba en su cabeza. Resultaba extraño, una experiencia inhumana y surrealista.

Las luces que colgaban del techo lastimaban sus ojos y el fuerte olor a desinfectante que permeaba en el aire le provocaba náuseas, pero a nadie le importaba: su comodidad no era prioritaria.

— El sujeto 0065 responde bien al tratamiento —dijo una voz femenina, cerca de él pero fuera de su vista, demasiado fría e impersonal. Sabía que era una de las batas blancas, aunque ella estaba más bien al fondo de la cadena de mando, una simple enfermera. Seguía siendo peligrosa aún así. — Tiempo transcurrido: treinta minutos.

Treinta minutos que se habían sentido como un instante para él.

Soobin trató de girar su cabeza para encontrar a la mujer, pero tan pronto como lo intentó un dolor agudo y persistente cruzó su cuello. Claro que lo habían estrangulado. Malditos sádicos. Ya imaginaba lo que le habían hecho al resto de su cuerpo. Probablemente habían estado hurgando en su interior, a juzgar por el terrible dolor que se extendía por su vientre.

La enfermera continuó moviéndose a su alrededor. Soobin apenas podía verla por el rabillo del ojo pero estaba seguro de que la mujer sabía que estaba despierto, que la vigilaba lo mejor que podía en su precario estado.

Al cabo de unos minutos la puerta se abrió y alguien entró a la habitación.

— Déjenos — le ordenó a la enfermera una voz profunda. Al escucharla, Soobin reconoció al instante de quién se trataba y un escalofrío recorrió su cuerpo.

De todos los batas blancas a los que se había enfrentado en el pasado, ese último era el de mayor rango y él único que todavía le daba miedo. Todos su subordinados lo llamaban doctor Choi, pero Soobin no sabía si ese era realmente su nombre y era probable que nunca lo supiera, pero su rostro, burlón y malvado, era una de las imágenes recurrentes de sus pesadillas.

La mujer obedeció de inmediato al recién llegado. Cuando estuvieron solos, el hombre se acercó a su cama de modo que Soobin pudiera verlo de frente. Le sonrió cuando sus ojos se encontraron.

— Hola — dijo. Soobin sabía que el contrario no esperaba que respondiera, pues el medicamento le impedía hablar, su lengua pesada en su boca. Se limitó a mirarlo, esperando que solo por esa vez lo dejara en paz, que por esa única ocasión tuviera piedad y no lo violara.

No tenía tanta suerte. 

Las manos del doctor desabrocharon hábilmente las correas que inmovilizaban sus piernas, acariciándolas con su mano pegajosa y caliente después. Soobin sentía escalofríos donde lo tocaba, un chillido atorado al fondo de su garganta.

Su monitor cardiaco se disparó, produciendo un pitido constante y molesto. Al hombre no parecía importarle, concentrado en cambio en besar el interior de sus muslos. Soobin quería cerrar las piernas, pero no podía: todavía no pasaba el efecto de las drogas.

El doctor Choi disfrutaba abusar de él luego de una ronda de pruebas. Una vez mientras lo hacía le había confesado que le encantaba encontrarlo tan dócil y quieto, como una muñeca, pero, en sus propias palabras, mucho más bonito.

Era repugnante.

Cuando el doctor Choi subió a su cama y se colocó entre sus piernas, Soobin cerró los ojos, esperando que todo terminara pronto. Intentó concentrarse en el zumbido del ventilador de techo, en regular su respiración, pero podía escuchar los chasquidos húmedos de la boca del doctor Choi y sus jadeos excitados. Las lágrimas comenzaban a acumularse en sus ojos.

El doctor Choi liberó las amarras de sus muñecas para acomodarlo como quería y, cuando se vio libre de las restricciones, Soobin notó que podía mover sus dedos levemente. Significaba que pronto recuperaría el control de su cuerpo. El doctor Choi no pareció darse cuenta, concentrado en manosear su trasero, su rostro enterrado en su cuello.

Soobin comenzó a idear un plan. Cerca de él había una bandeja con instrumentos quirúrgicos. Había escuchado a la enfermera moverla cerca de su cama antes de irse. 

Con cuidado estiró su mano, y la buscó a tientas. Con la punta de sus dedos sintió un delgado mango de metal: un bisturí. Lo tomó de prisa y se quedó quieto, esperando a que el doctor Choi se enderezara para desabrocharse los pantalones y entonces, lo apuñaló.

Una y otra vez hundió el afilado instrumento en el pecho del doctor, ignorando el dolor  en sus brazos. Vio como la sangre manchaba la prístina bata del contario. Sorprendido, el doctor no pudo hacer nada más que lanzar un grito patético antes de caer sobre él, sus ojos vacíos y su rostro fijo en una expresión horrorizada.

Con el peso del cuerpo contrario sobre su cuerpo aún adolorido, Soobin entendió algo: morir era ciertamente fácil, pero matar también lo era.

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Hola!

Si decidieron leer la historia, espero que les haya gustado. Suelo escribir sobre diversos temas en este libro y siempre son libres de saltar algún capítulo si les incomoda. Se que este tema es muy sensible y me gustaría aclarar que de ningún modo estoy intentando romantizar o normalizar el abuso sexual. Esto es enteramente FICCIÓN.

Espero que no me funen.

Si llegaron hasta acá, díganme que piensan. Sean honestos, por favor.

Nos leemos luego.

Yeonbin One shots (Pedidos Abiertos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora