CAPÍTULO XXII- LUCIÉRNAGAS

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IKNAS

No estoy tranquilo y el tener que escabullirme hasta su departamento sin ser visto por su personal de seguridad, no ayuda en calmarme, ahora se trata de una amenaza directa y no solo a mí persona también a ella.

¿Cómo puedo protegerla? ¿Decirle la  verdad lo hará? ¿O solo la alejará de mí volviéndola más vulnerable?

Lo único de lo que estoy seguro en este momento es que la amo más que a mi vida.

Cuando abro la puerta de su departamento ella ya está adentro esperando, sabía que vendría, miro alrededor del lugar iluminado solo con la luz del pasillo que lleva a su habitación en busca de los pequeños demonios que la custodian.

— Están en mi habitación —explica al notar mi búsqueda silenciosa y el recelo en entrar más allá del umbral de su puerta.

— Menos mal, sino ya estaría desangrándome por una mordida en la yugular.

— No seas dramático — rueda los ojos —mi pequeño sería incapaz de hacer algo así.

— Él no, pero que tal la perrita, ¿por cierto quien es? — no había tenido oportunidad de preguntar directamente acerca de su nueva guardiana.

— Es de mi padre — suspira y le da un sorbo a la taza de café que acuna entre sus manos. — él la adoptó, se llama Dina.

— Bonito nombre, ¿es el diminutivo de algo?

— Dinamita.

— Le queda. — camino hacia el sofá situado frente a dónde  está sentada, pues si me siento junto a ella no me podré contener, pues se ve exquisita usando solo una blusa de tirantes y un pequeño shorts de seda. — Y además me gusta.

— ¿En verdad? — deja la taza en la mesa auxiliar y se lleva las manos al pecho — me has quitado un peso de encima, no sabes cuánto me preocupaba que no te gustara el nombre. — dice con sarcasmo.

— Duerme tranquila — le contesto en el mismo tono — porque si me gusta, ahora vístete vamos a ir a dar un paseo.

Obviamente en lugar de hacerme caso, vuelve a tomar su taza de café y le da un sorbo, después levanta una ceja en mi dirección.

— Por favor — suavizo mi tono, porque, conociéndola, es capaz de no obedecer nunca. Asiente complacida pero incluso después de eso sé que me obedecerá hasta que haya terminado su bebida.

— ¿A dónde vamos a ir? — inquiere antes de paladear otro sorbo, pareciera que lo está tomando con más lentitud al propósito.

— A ningún lugar en concreto — respondo apoyando mi pie derecho en mi rodilla izquierda y extendiendo los brazos en el respaldo del sofá, luchando por no distraerme con sus piernas expuestas.

— ¿Cómo voy a saber qué ponerme si no me dices a dónde vamos?

— Unos jeans, estarán bien — me encojo de hombros — también una chaqueta porque la noche es fresca.

Me mira por unos segundos fijamente a los ojos, ya ha terminado su café y permanece sentada en el sillón con los pies cruzados ocasionando que la diminuta prenda se suba aún más por sus piernas y se amontone en ese lugar que tengo ganas de volver a explotar con mi lengua.

Pero es la mirada que me dedica la que me distrae de esos pensamientos lascivos, hay algo ahí que no puedo nombrar, incluso con la poca iluminación, su mirada es intensa y penetrante, yo también la miro preguntando sin preguntar; ¿qué es lo que ve en mi que la tiene tan pensativa, pero atenta?  ¿Si hay algo que le recuerda a alguien o incluso si encuentra algún parecido?

Después de varios latidos erráticos de mi corazón, ella finalmente se levanta de su lugar y se pierde por el pasillo.

Cuándo vuelve trae puesto un atuendo parecido al que llevaba cuando nos encontramos en el hotel.

Sin poder evitarlo me acerco a ella y coloco un mechón de cabello tras su oreja, ella me mira callada todo el tiempo, su mirada luce confusa y puedo decir que también triste, hay una vorágine de emociones en sus hermosos ojos lo que hace que me preocupe, por lo que eso pueda significar para mí, para nosotros.

Rozo mi boca cubierta con el pasamontañas en la suya, deseando que no estuviera está barrera entre nosotros y no me refiero solo a la prenda.

— Vamos — tomo su mano entre la mía y lidero el camino que tengo muy bien estudiado para que su personal de seguridad no nos vea.

Salimos al callejón aledaño en dónde se encuentra estacionada mi motocicleta.
Mi Emilia se detiene abruptamente cuando la ve, y después me mira.

— ¿Pasa algo? — le suelto la mano para envolverla entre mis brazos — si te da miedo puedo…

— ¿Por qué piensas que me da miedo? — espeta iracunda antes de que siquiera termine de hablar.

— ¿Entonces qué pasa?

— Nada — dice tan cortante como un cuchillo y se aparta de mí obligándome a soltarla.
El corazón se me acelera por su repentino comportamiento, recalcándome la posición auto impuesta que tengo en su vida.

Se acerca a la motocicleta y pasa sus delicados dedos por el asiento, me coloco el casco y me acerco a ella para colocarle y asegurar el suyo.

— Sube, por favor — le pido cuando ya estoy arriba.

Después de dudar por un momento siento la calidez de su cuerpo presionando mi espalda, la sensación es tan placentera que incluso los ojos se me cierran por el deleite.

Segundos después sus manos rodean mi cintura aferrándose a mi cuerpo con  su mejilla presionando contra mi omóplato.

Antes de colocarme los guantes de cuero para conducir, me permito acariciar sus manos, ella se ha mantenido en silencio todo este tiempo, no ha dicho nada, este silencio me está poniendo nervioso, pues desde ya, puedo decir que algo ha cambiado desde la última vez que nos vimos.

Me pongo los guantes y hago despertar mi motocicleta de su letargo, el aparato vibra bajo nosotros, retiro la pata que la sostiene y arranco sin un rumbo fijo.

En los altos aprovecho para hacer caricias furtivas a sus manos, las cuales están heladas, soy un idiota al no pedirle que se colocara guantes. Aprovecho los pocos segundos que nos  quedan en rojo en el semáforo para quitarme los guantes y colocarlos en sus pequeñas manos.

— ¿Qué haces? — Pregunta con la voz ronca, quisiera voltear quitarle el casco y comprobar mis sospechas de que está o al menos estaba llorando.

— Nada — contesto con enojo evidente en mi tono, ella no debería llorar por nada, aunque sé que sus lágrimas serán inevitables cuando lo sepa todo.

El tiempo en alto  se me acaba y un auto tras nosotros empieza a pitar impaciente, termino mi tarea y arranco hacia  las afueras de la ciudad, lo más alejados que puedo del bullicio y la contaminación tanto ambiental como auditiva.

Poco a poco la luces se van rezagando, quedándose atrás hasta convertirse en puntos parpadeantes en la lejanía, siendo los faros de la motocicleta y de los autos en la misma carretera, los únicos que iluminan el asfalto a su paso.

Me desvío de la carretera hacia una brecha a través de un camino de terracería, hasta llegar a una vereda completamente oscura rodeada de árboles y matorrales, que son el escenario perfecto para un sublime espectáculo.

Apago el motor y me quito el casco mientras siento a mi espalda la perdida del calor del cuerpo de Emilia cuando se separa para bajarse de la moto.

— ¿Por qué me trajiste aquí? — inquiere cuando camina unos pasos y después gira sobre sus pies para contemplar la penumbra interrumpida aquí y allá por las luces verdes de las luciérnagas.

Me muerdo los labios para no decirle la verdad, porque se me ocurrió de último momento cuando me acordé de algo.

— Por nada —me encojo de hombros aunque ella no me esté mirando. — Solo tenía ganas de alejarme un poco de la ciudad.

Ella se queda callada y continúa mirando las lucecitas intermitentes pero constantes del paisaje.

Apago el faro,  me bajo de la moto y voy con ella situándome a su espalda posando mis manos en sus hombros y descansando mi barbilla en su cabeza.

— ¿En qué piensas? — pregunto con la voz tan baja que creo que no me va a escuchar, pues es lo suficientemente baja para ahogarse con el cantar de los grillos y demás insectos que nos observan o muy seguramente nos ignoran ocupados en sus propios asuntos.

— En nada — suspira. 

— ¿Te sabes la historia sobre las luciérnagas? — Pregunto aún pegado a su espalda recibiendo su calor.

— No — responde, después se aleja, saca su teléfono y enciende la linterna para enfocar la hierva que cubre un espacio libre de rocas antes de quitarse la chaqueta, colocarla en la superficie inspeccionada y sentarse encima de ella.

Me maldigo por haber optado por venir en motocicleta y no traer mi auto, pero con la motocicleta había menos probabilidades de ser descubiertos por su seguridad.

Me siento a su lado en el suelo y le coloco mi chamarra en los hombros para evitar que pase frío y se enferme, a mí no me afecta tanto por la playera de manga larga que estoy usando.

— Las luciérnagas son estrellas — comento mirando las luces parpadeantes que iluminan la noche ofreciendo el único atisbo de luz en este claro rodeado de árboles. — se dice que cayeron del cielo durante un fuerte temblor hace muchos años, convirtiéndose en insectos alados antes de tocar el suelo terrestre para evitar estrellarse y romperse. — ella escucha atenta —  La luz que emiten es el único recordatorio y vestigio de lo que una vez fueron, al principio trataban con desespero de volver al cielo que una vez fue su hogar, pero al ver que era inútil se resignaron a iluminar la tierra. Y son felices, porque no son simplemente una luz estática, sino que ahora pueden vagar por los bosques. Hay quienes dicen que cuando nadie ve, cuando no hay humanos fisgones, como nosotros en este momento, estos animalitos se convierten en hadas sonrientes y bromistas que entonan canciones y bailan usando las hojas de los árboles como pista y miran, miran al cielo y contemplan a su madre la luna y el resto de sus hermanas, quienes brillan de alegría por verlas tan felices en sus nuevas circunstancias. Entonces una estrella, la más valiente y audaz,   la que no tiene miedo de caerse si se llega a mover, vuela para avisarle al resto de las estrellas, esas que no alcanzan a ver a las pequeñas hadas,  que sus hermanas están bien y son felices. A ella se le conoce como estrella fugaz.

SIEMPRE FUISTE TÚ [+18] COMPLETA ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora