Dayla Wilson, es la hija del empresario más influyente de Seattle, ella lleva una vida como cualquier persona normal.
Como estudiante de derecho, aspira a convertirse en una de las abogadas más destacadas del país. Sin embargo, todo cambia una noch...
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El ruido del despertador me arrancó de golpe del sueño. Extendí el brazo con torpeza para silenciarlo. Eran las 6:15 de la mañana. Tenía que estar en el punto de encuentro a las 8:00, así que no había tiempo que perder.
Solté un suspiro, me incorporé y fui directa al baño. La ducha caliente me alivió la tensión acumulada en los hombros. El agua corriendo por mi piel me ayudaba a centrarme.
Al salir, me envolví en una toalla y me dirigí al armario. Opté por algo cómodo pero formal, ideal para las pruebas físicas. Después de un desayuno rápido, salí al encuentro de Dan, que ya me esperaba afuera.
—Buenos días —saludé al acercarme.
—¿Descansaste bien? —preguntó con una leve sonrisa.
Asentí, devolviéndole el gesto.
—Lo suficiente, gracias.
Dan abrió la puerta del coche y me indicó que subiera. El trayecto fue tranquilo. Me sentía cómoda a su lado, y quizás por eso me atreví a sacar el tema que me rondaba desde anoche. Tenía curiosidad por saber más cosas sobre ella.
—Entonces... soy mitad rusa, ¿eh?
—Así parece —comentó, lanzándome una mirada rápida—. Aunque con esa actitud diría que llevas el fuego italiano igual de encendido.
Esbocé una sonrisa, aunque en mi mente aún flotaba la sombra de Camelia, mi madre biológica. Leonardo me había contado cosas de ella, pero no lo suficiente. No como lo haría un hermano.
—¿Sabes por qué la vendieron?
Dan tensó la mandíbula.
—¿Leonardo no te explicó?
—Lo hizo, pero quiero saberlo desde tu perspectiva.
Tardó unos segundos en hablar. Parecía debatiéndose entre guardar silencio o desenterrar fantasmas.
—Está bien. Es hora de que lo sepas todo.
Fijó la vista al frente, concentrado en el camino.
—Yo tenía doce años. Camelia, veintiuno. Nuestro padre fue un desastre. Un ludópata empedernido, alcohólico y violento. Pasaba las noches en casinos y por las mañanas exigiendo dinero en casa. Cuando no lo conseguía, estallaba... sobre todo con nuestra madre.
Las palabras se clavaban como agujas. Empecé a entender por qué Leonardo había omitido estos detalles. Era una carga pesada para cualquiera que la hubiera vivido.
—No tienes que seguir —murmuré al notar la rabia contenida en su expresión.
—No, es mejor que lo escuches. Una noche fue a un casino nuevo que acababan de inaugurar. Justamente lo manejaba Dmitri Lebedev. En esa misma noche perdió todo lo que llevaba encima. Al volver a casa, vino todo golpeado. Lo habían molido a golpes, pero eso no borraba la deuda que les debía.
Guardó silencio un instante antes de continuar.
—Días después, unos hombres aparecieron en casa. Lo golpearon delante de nosotros. Estaban a punto de matarlo, pero no lo hicieron. Y seguramente ya sabes el porqué.
Sentí un nudo en la garganta.
—En ese mismo momento vendió a mi madre–terminé la frase por él.
—Sí. Y yo no pude hacer nada. Nuestra madre gritaba y suplicaba para que no se la llevasen, pero no sirvió para nada.
Miré por la ventanilla, sintiendo un nudo en el pecho al imaginar el dolor que debieron sentir él y su madre al ver cómo se llevaban a Camelia. La impotencia y el miedo debieron ser insoportables. Todo por culpa de un padre adicto al juego y sin escrúpulos.
•••
Finalmente, el coche se detuvo en una zona algo apartada, un barrio discreto, con un aire de calma que probablemente era solo una fachada.
—Ya llegamos. ¿Lista?
—Lo estoy —mentí.
—No dejes que lo noten. Si Leonardo te dejo que hicieras esto, es porque confía en ti. Y deberías confiar tú también.
Tragué saliva, asentí en silencio. Antes de que bajara, Dan me ofreció una última mirada alentadora.
—Buena suerte, Dayla. Espero verte pronto.
Cerré la puerta tras de mí y lo observé alejarse. Respiré hondo. Tenía que controlar los nervios. Recordé sus palabras mientras me acercaba a la entrada del edificio.
Dos hombres aguardaban en la puerta, con rostros duros y expresiones desconfiadas.
—Как вас зовут?—preguntó uno en ruso.
—Irina Kuznetsova —respondí con firmeza.
Asintió y me dejó pasar. El ruso que había aprendido en los últimos meses por fin daba frutos.
El pasillo estaba en penumbra, iluminado solo al fondo por una lámpara amarillenta. Al cruzar la pequeña puerta al final, me encontré en un gimnasio. Pero no uno cualquiera: había obstáculos, sacos de boxeo, circuitos de entrenamiento y un ambiente de tensión constante.
Avancé con calma. A mi alrededor, hombres entrenaban, charlaban o peleaban. La mayoría me observó al pasar. Algunas miradas eran curiosas, otras despectivas... y algunas simplemente repulsivas.
Me recosté contra una pared, tratando de pasar desapercibida. Pero no duró mucho.
Ambos me miraban como perros en celo, y me estaba enojando a más no poder. El primer hombre se acercó tanto que me agarró y me besó a la fuerza. Lo aparté rápidamente, pero él se enojó. Junto con su amigo, intentaron agarrarme, pero no lo consiguieron. Logré tirar al suelo al primero.
Se levantó, furioso, listo para pegarme, pero en ese momento entraron dos personas al lugar. Los hombres que me acosaban se alejaron, no sin antes lanzarme amenazas.
Hice lo mismo que los demás y me acerqué a las dos personas que acababan de entrar. Cuando estuve más cerca, me di cuenta de quiénes eran: Andrey, el mayor de los hermanos Lebedev, y Alexei, el jefe de la mafia rusa.
Si antes no estaba nerviosa, ahora podía decir que sí lo estaba. A solo pocos metros de mí estaban dos de las figuras más poderosas y peligrosas de toda Rusia.
Andrey, con su porte imponente y mirada fría, evaluaba a cada persona en la sala. Alexei, más joven pero con un aura de autoridad indiscutible, observaba a todos con ojos penetrantes.
Mi cuerpo se tensó. Ya no podía fingir calma. Estaba en la boca del lobo. Y no había marcha atrás.