CAPÍTULO DIECIOCHO

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𝐖𝐄𝐍𝐃𝐘 𝐃𝐀𝐑𝐋𝐈𝐍𝐆


Pasar la noche sin poder dormir más de dos horas era lo normal para Sage. Aquella noche no fue diferente. Intentó, como siempre, todas las maneras de acomodarse y ni aún así logró dormir lo necesario.

El sol ni siquiera había salido.

Había considerado la idea de regresar a Nunca Jamás, pues ahí había logrado dormir un poco más. Pero era una reina, no una niña perdida.

Suspiró con pesar y se sentó en la cama.

«¿Estará despierto?», pensó.

Ya se conocía el momento en el que amanecía, y pronto lo haría.

Se levantó despacio, lanzó un largo bostezo mientras caminaba hacia el tocador. Allí estaba el pote abierto del ungüento.

Ella debía cuidar sus acciones, si se le acababa ese poco que tenía, tendría que soportar el mismo dolor que no cesaría hasta realizar algo bueno como compensación. Y las cosas buenas no le nacían, al menos no muy seguido.

Dejó de observarse en el espejo. Su belleza no la negaba, pero su infelicidad tampoco. Sage podía jurar que se notaba en su rostro. Sus pies descalzos sintieron el suelo frío cuando dejó de pisar la alfombra que cubría casi toda la habitación. Giró la manija de la puerta de madera, que era el doble de su tamaño, e ignorando la brisa helada que había entrado por el balcón, ingresó a su armario.

Abrigos y vestidos colgaban por un lado, trajes especiales, zapatos y botas por el otro. Todos ordenados por color y el rojo era el primero.

Caminaba buscando lo apropiado, algunos espacios estaban vacíos porque aquellas prendas ya habían sido guardadas para el viaje, pero aun así, solo Sage notaba que estas faltaban. Se detuvo justo al lado de la escalera, que no era para ella sino para la muchachas no hadas que acomodaban su ropa, la corrió y contempló uno de los trajes que no se había puesto hace tres siglos y lo había conseguido en Tierra Firme. Pantalones y corset negros y a la medida, camisa con cordones, y un saco largo de un tono de azul oscuro. Era la ocasión especial para usarlo.

Lo que más le gustaba de aquel traje era el corset que tenía espacios para alguna que otra daga.

Sacó el traje del lugar y con sus alas se elevó hasta los estantes de arriba para elegir un par de navajas que pudieran pasar como decoración del corset. Entre tantos estilos y formas tomó cinco.

Salió del armario con las manos ocupadas, pero aún le faltaban sus botas. Dejó la ropa en la cama y regresó a buscar unas. Sabía cuales quería, por eso fue directo casi al final del armario donde el color negro ocupaba gran parte, y se llevó un par.

Se cambiaba despacio y con cuidado, como si se estuviera preparando para una ceremonia importante.

Se asomó al espejo y se puso el saco, le quedaba como la última vez que lo había usado.

Desde el espejo podía ver el balcón detrás de ella, apenas se iluminaba el cielo. Estaba casi lista. Observó su cabello, que no se veía para nada despeinado, y lo peinó en una sola trenza. Observó su cuello, que no tenía ninguna imperfección, y lo adornó con una delicada y fina cadena dorada. Su vista se encontró con el reflejo de su rostro, que no tenía ningún rastro de color exótico ni polvo rosado en sus mejillas.

Vio los potes de polvos coloridos, bálsamos de colores rojos y rosados, lápices extraños con tinta negra. Arrugó la nariz y se alejó del tocador. La Reina odiaba el maquillaje, solo lo tenía porque se veía bonito como decoración.

Ingobernables: Nunca Jamás  ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora