Sombras de Enero.

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Era la primera vez que le pegaba y jamás sintió tanto miedo. Cuando escuchó la llave dar la última vuelta, Carla respira aliviada, aun a pesar de estar encerrada en el baño. La ceja le arde, y el labio partido lo siente seco y tirante. Pero lo peor era la garganta. Al tragar, algo parecía crujir, y le lanzaba intermitentes ráfagas de dolor hasta la nuca que la mareaban.

Cuando la agarró del cuello y comenzó la presión, cada vez más fuerte, más inaguantable, y sin posibilidad de coger aire, tuvo la sensación de haberse reventado por dentro, y que empezaría a derramarse por los globos oculares. Su instinto primario la hizo sacar fuerzas del temor, y le golpeó con los puños cerrados en los costados. Fuerte y seco. Como le había enseñado Browning. Guillén gruñó, soltándola. Su mirada sorprendida y la mueca cruel anunciaban represalias. No parecía conmoverse por la temerosa clemencia que demudaba la expresión de Carla, así que huyó, encerrándose en el baño.

Tana dormía hecha un rosco dentro del lavabo. Dio gracias a ese Dios en el que cree, aunque ahora hubiera desaparecido, por estar a salvo con ella tras esas paredes alicatadas. Se aplasta contra la puerta e intenta recuperar el aire perdido. Tose, atragantándose entre silbidos.

—Como salgas de ahí, te mato —le dijo, y esta vez entendió la seriedad del asunto. —Ya hablaremos cuando venga.

Carla se pega a la puerta.

La escuchó revolver la casa, sembrando el caos con pasos enérgicos como tanques de guerra. Desde su bastión de porcelana, Carla se sintió tan frágil como esos blancos sanitarios, frente a la bola de demolición en la que se ha convertido Guillén esta noche. Se mordió el puño para no llorar, pero las lágrimas se le escapan rebeldes a borbotones. Sentada en la alfombra de baño, se abrazó las rodillas, intentando controlar el temblor que trepaba su cuerpo como una enredadera.

¿Qué ha pasado? Se pregunta. Solo le dijo: No. Y hasta ahí, todo normal.

Analiza la escena. Guillén afirmó con un lento movimiento de cabeza ante su negativa. Sus rizos grisáceos, tan desaliñados como el ritmo de vida de los últimos cuatro meses, oscilaron como muelles.

Le dio la espalda, y a Carla le pareció que comprendía que se negara a la descabellada idea de darle las llaves del Dharma. Pero de repente, Guillén gira sobre su eje con el puño cerrado y lo estampa contra su sien. Nota la carne crujir y, más confusa que mareada, trastabilla. Antes de caer, la agarra con fuerza por el brazo y le suelta una bofetada en la boca, acerada como un latigazo.

Escucha sus pasos acercarse a la puerta del baño, haciéndola sobresaltarse. Retrocede por instinto hasta pegarse a la pared, en busca del lugar más lejano en esa ratonera.

—Te aconsejo que no hagas estupideces, ¿me escuchas? ¡¿Me escuchas!? —Carla da un respingo. Siente ganas de vomitar, y se dobló en dos, tapándose la boca para no gritar. —¡Contesta, coño! —exigió golpeando la puerta.

Fue doloroso para su garganta graznar un:

—Sí. —Y aguantó las arcadas.

—Eso está bien —le habló suave. —A veces me sacas de quicio, querida, y me obligas a hacer lo que no quiero. No me esperes despierta —dijo, besando la puerta antes de irse.

Seguro que sonrió, pareciéndole muy divertido su propio comentario.

La chica del club IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora