De Vallecas, a ti.

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     A Guillén le encanta la identidad que rezuma Vallecas en cada fachada. Se conocía Madrid de cabo a rabo, pero aquel barrio le empapa los huesos de su aire castizo y cotidiano. Siempre encuentra donde pasárselo en grande, y mucho más llevando dinero. Porque para ser realistas, ella era feliz descubriendo, sí, pero si tenía la cartera bien repleta para la excursión, mejor.

A su lado camina con pasos eléctricos, igual que un gato con parálisis, el Rádar. Sí, así de chirriante, Rádar. Acentuando aquella sílaba para convertirla con horror de aguda a llana. Uno de los aluniceros más conocidos de todo Madrid, o al menos, de eso se jactaba ese puto imbécil empapado de alguna sustancia que ella misma probó, y tachó de su lista por hacerla perder el control demasiado. Desconocía si era el mejor, pero lo que sí ha descubierto, es que es un charlatán asustadizo de mierda que la tiene cansada. Pero Blas le ha ordenado que se le cosa a pespunte a ella hasta para cagar por una simple razón: no era digna de su confianza.

Le costó unos buenos cuartos, pero se ha librado un rato de él. Lo harto hasta las cejas de la mierda que pidiera hasta casi dejarlo en coma, y se ha quedado en el hostal para dormir la mona. Con un poco de suerte, cuando regrese, ha reventado de una puta vez.

En la puerta del hostal, respiró profundo. Estaba nerviosa de ir con ese imbécil a todos lados, disparando una verborrea de estupideces a decibelios inaceptables. Libre de mochilas, subió al parque del Cerro del Tío Pio a buscar soledad. Se sienta en el césped y enciende un cigarrillo aspirando con placer. Expulsó una bocanada que nubla la bella panorámica de Madrid frente a ella. Se arrebuja en la chaqueta. A pesar del día soleado hace un frío del carajo. Está inquieta, y odia sentir ese desasosiego, esa frustración, esa rabia, esa hambre de algo en el centro del pecho que desconoce y la atormenta. En esas ocasiones hacía tonterías, como aquella de pegarle a Carla, o como ahora mismo, que al mirar al Rádar y su sueño inquieto, deseó taparle la cara con la almohada y ver sus extremidades de insecto patear en busca de aire hasta palmarla. Por eso era mejor darse un paseo, fumar tranquila, y apartar esos oscuros placeres de su paladar.

Sacó el teléfono de Carla y navegó por las fotos. Dio una calada paseando el pulgar por las diapositivas de su día a día.

     —Estúpido gato asqueroso —masculla expulsando una bocanada de humo por la comisura, con rabia de olla exprés.

El pulgar cogió velocidad de limpiaparabrisas, y brotan de la pantalla una cascada de fotos idénticas de Tana. Tropezó con una de Carla junto a Javier, y echó el freno.

     —Ah... Javier, Javier... Queridísimo Javier —aplastó el cigarrillo entre la sonrisa. —¿Te gustó ver arder el coche de papá como una falla? Ni me lo has agradecido, cabrón. Seguro que a tu papá le gustó. Era un valenciano de ley. ¿A que lo disfrutaste Felixuco? —alzó la sonrisa al cielo, velando su brillo con otra bocanada de humo.

Amplió la foto y mira a Carla. Era bonita. Siempre le pareció muy bonita, aunque no se lo dijera. Consumió las últimas caladas y lanzó la colilla lejos. Amplia la foto, hasta que la pantalla solo abarca sus ojos.

Pureza. No se le quemaba la pureza por más que mirara al infierno.

El día que la conoció, lloraba, y ella ondeó un kleenex como una bandera blanca frente a sus lágrimas. Cuando esos ojos puros la miraron dándole las gracias, vio algo que nunca había visto. Luz. Una luz que ella no tenía. Entonces pensó, que la luz de Carla podría encender los rincones oscuros de su alma. Carla también lo pensó, porque a inocente no hay quien la gane. Y fue fácil convencerla de que Guillén necesitaba su luz, para liberar a su héroe interno. Quizás ella también lo creyó un poco. Pero no, lo único que descubrió, es que la luz se come, y sabe deliciosa.

Salió al teclado y marcó su número. Sostuvo el pulgar en el aire para estrellarse contra el icono de llamada.

¿Y si la había denunciado? No, imposible, Carla nunca la traicionaría, sentenció con orgullo. Su ingenuo corazón lucharía hasta el final, con la esperanza de liberar a su héroe.

Se tumba en el césped y con el teléfono sobre la barriga meditó qué hacer. Cierra los ojos un rato, disfrutando el contraste cálido del astro rey y el frío del ambiente.

"¿Seguirá Carla metida en el baño?, pensó. "Es tan idiota, que es capaz." Tuvo que reprimir la carcajada burbujeando en su cuerpo.

     —Bahh. Voy a llamarla —se incorporó como un resorte. —No, mejor aún... voy a ir sacarla del baño.

Y esta vez no reprimió la carcajada, y la dejó abrirse paso sin importarle las miradas suspicaces de la gente a su alrededor.

La chica del club IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora