No.

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El tramo final de la escalera drenó la energía que le quedaba para derrumbarse en la cama. A pesar de vivir en el último piso, no se metería en esa ratonera que tenían por ascensor, ni loca. Las baldosas tintinean a cada paso. Las luces no encienden y la linterna del móvil crea sombras que vuelven el bloque más sórdido de lo que es en realidad. Un bulto junto a su puerta la hace echarse hacia atrás, ocultándose en el codo de la escalera. Sólo faltaba que, tras la noche de guardia, tenga que lidiar con algún borracho taciturno de última hora. Tapó la luz del móvil y analiza la extraña figura. Una maletita descansa a su lado con algo en su interior, que se movió alertada por su presencia. Maulló. El bulto comienza a moverse, soltando el abrazo de sus piernas recogidas contra el pecho. Era tan pequeña que a Luc le pareció una niña. Confiada, termina de subir la escalera sin perder a la figura de vista. Le enfocó la linterna a la cara y entrecerró unos deslumbrados ojos color miel.

—Carla —jadeó su nombre como una cuchillada, y se abalanzó hacia ella al verle la cara herida.

—¡Luc! ¡Luc! —comenzó a llorar, aferrándose a su brazo con fuerza.

—¿Pero... qué haces aquí? —y en su pregunta impregnada de ansiedad, se vislumbra un deje de alegría, aún a pesar de las condiciones en que la ve.

—No sabía dónde ir... —comenzó a disculparse. —Es que... —Calló sin saber cómo continuar.

—Pero, ¿qué te ha pasado? Levántate. ¿Puedes? Eso es, arriba. Apóyate en mí. Cuidado.

Carla no controla sus movimientos. La ropa mojada está helada, y su cuerpo se ha vuelto lento y doloroso. Una vez en pie, se abraza al costado de Luc, que la sujetó para que no cayera. Respiró profundo. Su perfume, mezclado con el cuero de la chaqueta, la transportó al último momento en que se alimentó de su calor. La ve luchar con el temblor de sus manos, sacando las llaves que se le resisten, enredándose con el forro del bolsillo. Con esfuerzo, consigue enhebrar la cerradura y entran. Carla suelta con urgencia el transportín y se abraza de nuevo a ella, sin pensar en ningún momento que pueda rechazarla.

—Te he echado de menos —le confiesa, presa de la angustia.

A Luc se le atraganta un: Y yo. Cambiando la respuesta por apretar aún más fuerte el nudo de su abrazo y explicarle así lo que no quería decirle.

Carla se queja y afloja la presión.

—Lo siento.

—No —la retuvo. —Por favor, no me sueltes. —Luc se traga las ganas de llorar al verla tan vulnerable.

—Tranquila que no te suelto. Pero déjame que te vea.

El lazo entre ellas se deshizo no sin esfuerzo, y la aparta por los brazos para examinarla. La luz temprana colorea el salón con tonos azulados, igual que los hematomas que la desfiguran hasta volverla irreconocible.

—Dios... —Apretó la boca al verle el labio y la ceja partidos. La sangre seca le formaba costras, lo que empeoraba el collage en que se había convertido su bonita cara.

—¿Qué? —preguntó asustada. Luc negó, y le quita importancia, al serle imposible hablar sin que se le quiebre la voz.

La ayuda a quitarse el chaquetón, y ella hace lo mismo con su chaqueta. Se sube las mangas de un mullido abrigo blanco y escuchan a la gatita, dentro del transportín, protestar por su dilatado encierro. Carla se agachó demasiado rápido para sacarla, y toda la sangre bajó a las heridas, como un derechazo al mentón. El dolor la hizo marearse, y Luc la equilibró.

—Cuidado. Estate quieta. Yo lo hago —le ordena, y hace que se siente en el brazo de un sillón. —Haz el favor de sentarte y explicarme qué te ha pasado.

La chica del club IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora