La culpa es la causa.

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     —Mamá ha muerto.

Lo dijo con indiferencia, porque esa mujer había tapiado el amor materno en el corazón de Javier. Carla mentalmente lo repitió un par de veces fija en la dura mirada de su hermano para encontrarle sentido. Después, la realidad la revocó. Una vorágine de culpabilidad, rabia, angustia y decepción propia, se mezcló como una avalancha de lodo ensuciándola para siempre. Javier no sacó las manos de los bolsillos del pantalón para abrazarla. Solo relató monocorde, la llamada policial que le informó del fallecimiento de Doña Victoria Carsi, en un piso comuna en el barrio de Carabanchel.

     —Ya está todo arreglado para el sepelio. —Habló como si hubiera recibido un palet de bebidas. Si se ocupaba de los gastos del entierro, era por Carla. Su mirada de hielo se lo dejaba claro. —¿Vas a llorar? —Le preguntó incrédulo.

     —¿Tú no?

     —No —quemó. —No se lo merece.

Sus palabras rompieron el frágil cristal que sujetaba las emociones de Carla, y lloró frente a un Javier que no pensaba compartir la absurda culpa de su hermana.

     —Pero Javier...

     —Tengo cosas que hacer —la cortó. —No voy a quedarme viendo como sufres por quien te ha hecho sufrir. —Se dio la vuelta sabiendo que se arrepentiría siempre de no haberla consolado.

     —¿Tampoco vas a ir al entierro? —Había reproche en su voz. Javier frenó junto a la puerta y agachó la cabeza, sujeto al marco.

     —Papá irá contigo. A mí no me pidas eso Carla. Ni por ti, ni por nadie...

Y se fue.

En Carla se instaló la impotencia de lo irreversible: la muerte. Y una emoción abstracta que no sabía manejar: la culpa. Culpa de que su madre muriera sola. Una culpa que deformó un poco más su autoimagen.

Carla no solo lloró ese día. Siguió llorando durante más tiempo del que dejó ver. Aprendiendo a vivir con ese silencioso castigo autoimpuesto por su desobediencia filial, hasta que encontró la expiación a sus pecados en Guillén. Carla, que detestaba sentir la necesidad de ser salvada, incluso de ella misma, encontró alivio en ser el salvador de alguien. Y así se convirtió en su redentor, sin saber que, en realidad, era una víctima.

Ahora esas palabras reprochándole su falta de compromiso, la señalaban. Espolean la culpa dormida, y le borran el sentido común.

La chica del club IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora