Esperanzas en botes de cristal.

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     Luc e Itzan removieron Vallecas, y aunque Browning quiso apuntarse a la fiesta, tuvieron que declinar su oferta. Ese hombre era capaz de todo menos de pasar inadvertido, y mucho menos, si lo conocían. Necesitan discreción y Browning no era apropiado, también necesitan paciencia, y Luc, tampoco era la apropiada. Pasar tediosas horas muertas apostados en la puerta de esa posada, un tugurio con más ratas que huéspedes, hacen mella en su necesidad de movimiento.

Por allí no aparecieron, así que peinaron Vallecas a pie y coche, de paisano o uniforme, de mejor o peor humor, pero siempre acompañada de un comprensivo Itzan tan desanimado como ella, pero que no decía ni mu. Pateadas por todos los barrios colindantes, por bares donde se pudiera encontrar diversión, drogas, o jaleo, y nada. Vallecas simplemente, arrasó con su esperanza.

Ahora, tumbada en el sofá, Luc googleaba por el pasado de Félix Ribó, poniendo cara al hombre por el que Carla sentía adoración. Un señor de gesto afable, muy parecido a Javi, de ojos redondeados y líneas suaves. Una cara de buen tipo, aunque sin ese aire de científico loco. Seguro que se hubieran llevado bien.

Abrió una foto. Félix rodeaba los hombros de Carla. Ambos en chaquetilla de chef. El blanco le queda a esa rubia demasiado bien como para no sentir la tentación de ponerla de salvapantallas. Se veía feliz. En Carla era fácil saberlo, porque sonreía con los ojos. Referencias a restaurantes y premios, que para su cero en cocina no significan nada, pero la prensa, era un mago en los fogones.

Soltó el móvil frotándose la cara, y se quedó mirando a el techo. Poca información sobre Carla, que sigue siendo un puzle complejo y adictivo.

Tana saltó de la silla desde donde la ha estado observando navegar por el pasado de su dueña, quizás para chivarse, y se acuesta sobre la barriga de Luc, doblando las patitas hacia dentro con los ojos entornados como un buda en el nirvana.

     —¿Por qué no me cuentas tú quién es? —acarició sus orejitas de cartulina.

Tana, fiel al silencio de su dueña, comenzó a ronronear llenándola de agradables vibraciones. Luc mira la hora y resopla con fastidio. Aún queda rato para verla entrar con Browning pegado a sus espaldas. Se pasó la lengua por los labios buscando aún restos del beso en la buhardilla. Tana recompuso la postura, aplastando parsimonioso su pecho como si pisara uva. Por entre las orejitas puntiagudas, vio las fotos sobre la estantería. Los ojos de Natalia, marrones, brillantes y cálidos, la observan, aún presentes entre esas paredes. Ver los cuadros de la buhardilla le recordaron el vibrante fuego que sudaba cuando hacían el amor. En Carla, sin embargo, el deseo parece una mariposa volando agonizante en un bote de cristal. La intimidad con ella era dolorosa y lenta, pero acelerar el paso la espantaría. Ella era un enigma que se resolvía con paciencia y confianza. En su croquis mental, corona a Guillén como la culpable de haber destrozado su autoestima, siguiendo la estela pisoteada por su madre. Y ayer, los cuadros de Natalia, han participado en alimentar esa inseguridad. Luc pretende enterrar el pasado sin explicaciones, pero es consciente de que Carla necesita una base sólida para confiar.

Ésta mañana, cuando llegó de la guardia, Carla dormía de lado medio destapada. A veces tenía un sueño bastante inquieto y desarmaba la cama tanto como a Luc le gustaría desarmarla, pero con ella. Se tomó el privilegio de observarla sin incomodarla. Grabándose la curva de su cadera, las piernas pequeñas, redondeadas y bonitas, porque Carla Ribó era bajita, sí, pero perfecta en todas esas imperfecciones que ella creía poseer. Cuando está descalza va de puntillas, y al reír, el mohín de su nariz la mata hasta el fondo. Carla le remueve todos sus fuegos como un remolino de aire, pero por más que se lo diga se empeña en no creerla.

En otra vida con ella, se habría metido en la cama, pero no con el cuidado extremo de no despertarla como hoy, si no bajando en una caricia desde la redondez de su hombro hasta enlazar su mano. Se habría pegado a su cuerpo lo máximo que le permitiera la materia, para que su nariz no necesitara esforzarse para olerla. Habría enterrado sus labios, en busca del pulso en su cuello, y esa otra Carla, habría unido las caderas, adormilada aún, a su pubis hirviendo, porque el deseo y el sueño no entienden de horarios.

Esa otra Carla echaría la mano hacia atrás agarrando su nuca, y con un ligero tirón la animaría a no desistir en las atenciones en su cuello, y ella obediente, la hubiera acercado por el abdomen, viajando hacia sus pechos bajo el pijama. Y seguro que, en esa vida, Carla jadearía con la boca entreabierta perdiendo el ritmo normal de la respiración cuando jugara con sus pezones erectos, y le pediría más girando la cabeza en busca de su boca. Y qué bien encajan sus bocas, Dios... sus lenguas en lucha, sus dientes rasgando los labios para atacar más profundo, sus manos buscando más abajo donde el calor...

Tana saltó sobresaltada por el timbre de teléfono, clavándole las uñas. Gruñó un:

     —!Joder...! —al notar la punzada de dolor rasgarle la piel.

Te lo mereces, pareció responder su mirada felina y recelosa, por el uso indebido de la imagen de su dueña.

Javier Ribó, se leía en la pantalla.

     —Dime Javi —dijo frotándose el escozor del abdomen.

     —Ven al Dharma, Carla no está y tengo que hablar contigo.

La chica del club IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora