El monstruo de la bohardilla.

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     Cuando Carla vio la cuerdecita colgando del techo como el péndulo de un hipnotizador, su interior le aconsejó que no tirara, y la polvorienta escalera ya se estaba desdoblándose. Miró debatiéndose la oquedad, y Tana le resolvió la duda subiendo como un tiro.

     —¡Maldita cotilla! —Se quedó a media escalera intentando atraparla por el rabo.

Tarde. Tana ya dejaba delatoras huellecitas impresas en el polvo, acechando cada rincón como si presintiera un terrible peligro.

     —Muchas gracias por dejarme la opción de arrepentirme —suspiró, asomada por el oscuro hueco como el periscopio de un submarino

Sus ojos se fueron acomodando a la poca iluminación, y vio que era una especie de altillo con aspiraciones a bohardilla. Había un olor extraño, muy diferente al limpio y fresco del resto del piso. Allí, se condensaba el típico tufillo ha cerrado, y la capa de polvo como una nevada, lo corroboraba. Había un añadido químico, como pintura o algo untuoso y rancio, que se te pegaba al paladar. Apoyó las palmas en el suelo polvoriento, y subió un par de peldaños más. El estomagó se le hizo una pelotita, y aunque de vocación era curiosa, quizás Tana tenga razón, y algún terrible peligro se esconda por los rincones.

***

Luc abre la puerta, y tentada estuvo de salir y mirar el número en el dintel, para corroborar que no se ha equivocado de piso. El olor que le llega desde la cocina la dejó salivando como al perro de Pavlov. El horno iluminado, doraba algo en su interior, y Luc lo observa fascinada murmurando un sorprendió:

     —¿Ah, pero esto funciona?

Dejó la gorra y la cartuchera sobre la encimera, y busca a Carla. Va a al dormitorio, y husmeó el silencio del cuarto de baño. Regresa por el pasillo, y entró al gimnasio. La escalera del altillo está abierta, mostrándole una incómoda opción. Subió, y ve a Carla de espaldas, mirando un cuadro en concreto.

Se le encogen las tripas, y suelta un malhumorado:

     —¿Qué haces aquí?

***

     Una vez dentro, Carla se sacude las manos en el delantal, con el corazón bombeando en las sienes. Unos trapos tapaban un ventanuco en el techo, y tiró un poco de ellos para dejar que entre algo de luz. Cayeron con facilidad, formando remolinos de polvo iluminados por el sol del mediodía. Sacudió la mano frente a su cara atacándole un estornudo, mientras la oscuridad desintegrándose le deja ver su alrededor con sorpresa. Está lleno de lienzos amontonados en fila, junto a un par de caballetes plegados, y otros sosteniendo cuadros tapados con telas. Cubos, y recipientes de pintura, regaban una mesa de trabajo, plagada de retorcidos tubos de óleo esparcidos por ella como un ejército de escorpiones. Al fondo, un enorme sofá, que ni idea de cómo llegó hasta allí por esa escalera minúscula, parece un gigante fantasma guardián, que vigila imperturbable.

Su corazón se agitó. Los sitios desconocidos la ponen bastante nerviosa, y ese en particular parece gritarle que no es bienvenida. Pero de nada serviría irse, sus huellas impresas en el polvo, junto a las de Tana, las señalan como el mazo de una sentencia. Se sintió como si profanara una exposición prohibida y censurada. Y podría ser, porque el contenido erótico de aquellos cuadros era bastante elevado.

Acarició la esquina de uno. Leyó: Lucént, y el estómago volcó como un tráiler al reconocer su caligrafía. Sus latidos alternaron entre su pecho y el bajo vientre. Examina uno acercándose a la tela, sorprendida del realismo, y dudando de si serian fotografías, pero no. En algunos lugares se apreciaba la protuberancia de la pintura, el trazo firme del pincel rodeando la curva de un pezón dándole una rojiza expresividad carnal, o un pequeño punto blanco que iluminaba una gota de sudor resbalando por un cuerpo desnudo, dotando a la imagen de un natural volumen.

La chica del club IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora