Sin rumbo.

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     Nada cedía, así que Carla no tuvo más remedio que estampar una silla contra la ventana de su dormitorio. Tana en el trasportín gruñó largo y lastimero al compás de la alarma, que aullaba tras el estallido de cristales. El aire silbó al entrar, como si la casa tomara una bocanada ansiosa que la devolviera a la vida. Está lloviendo, y unas gotitas heladas le mojan la cara.

Deja caer el trasportín al otro lado de la libertad, y después cruzó ella rasgando el chaquetón con los cristales que han quedado en pie como una trinchera. El entumecimiento la tiene torpe, y se hizo daño en el hombro al caer de mala manera. Chapotea por el césped embarrándose las deportivas que resbalaban. La alarma llenó como un grito la noche azul cobalto, y algunas luces del vecindario empiezan a encenderse delatando su huida. Como si escapar de tu propia vida fuera un delito.

Tembló bajo el chaquetón, que parecía no hacer bien su trabajo. Debería haber cogido más ropa, mejor calzado, y más dinero. Pero no importa, porque se descubre caminando cada vez más rápido, después trotando, y sintiéndose liviana con el valor como el mejor equipaje.

La alarma se deforma, difuminada por la distancia como un pañuelo en una estación engullido por la lejanía. El aire la acuchilla por los pliegues de la ropa, y Tana, protesta saltando por la carrera, como un niño en una colchoneta. Paró un taxi. La calefacción le dio la bienvenida, y se sintió mal ver qué está goteando la tapicería. Se disculpó, y se disculpó en bucle, nerviosa y avergonzada, a pesar de la cara de circunstancias del taxista que le quita importancia, y está más preocupado por su aspecto, que por un poco de lluvia en los asientos. Le dio una dirección a la que nunca ha ido, y deseó con toda su alma que no le cerraran la puerta al verla.

Llegó.

Llamó.

Esperó...

Volvió a llamar...

Pegó la oreja intentando descubrir qué había tras aquella madera brillante y recién pintada.

Nada.

Pasos y golpes de los vecinos, que se entremezclan por las finas paredes, confundiendo su procedencia. Se dio la vuelta derrotada, pero no pudo irse. Apoya la espalda contra la puerta, y arrastró el cuerpo que empezaba a flojear tras la adrenalina, hasta tocar el suelo helado con el culo. Abrazó sus piernas, y hundió la cabeza entre las rodillas haciéndose una crisálida.

Si esa puerta no se abre, se cerraba su esperanza.

La chica del club IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora