Una de las últimas veces que la vi su sonrisa ya no hablaba, no emitía esa sensación de paz que la caracterizaba o esa afirmación implícita de tener algo de control sobre sus alegrías. Sus pupilas dilatadas por la falta de luz, quizás literal, quizás figurativa; se hallaban perdidas en algún punto de nada en el techo. La cama apresaba su torso entre el enredo de sus sábanas, sus manos frías temblaban y me dio lástima lo acabada que ella susurraba estar. Deshecha o hecha cenizas, eran sinónimos de su estado, de su ser fracturado, de la pérdida de materia que irónicamente en ese instante la conformaron. Una de las últimas veces que la vi le saqué una foto. Qué pereza transmitía su sonrisa, que lástima pesaba en sus cejas. Aunque más me resintió darme cuenta que aun así lo intentaba más que nada. Se enfocó, ante la luz se mostró, y sonrió como si la pena fuese pasajera; solo arena, fina y suave que hecha cristales queda.
De eso, de aquel día, puedo contar tres meses. En punto, con exactitud, como si tomase nota día a día, como si marcase palitos en la pared de una celda o las mañanas me recordasen la fecha en la que todo caóticamente se reconstruiría. Y cuánto ha pasado, cuánto he pensado. Desde la última vez que me vi, que realmente me vi. O que a ella vi. Guardaba sobre sus mejillas las ojeras más grandes y violetas que jamás pensarías que una persona dejaría sobre su rostro existir, y tenía una mirada perdida, vacía, inexpresiva. Devastada. Era ella pero no se sentía así; no escribía, al menos no cosas lindas; se resistía a la satisfacción y la comodidad, según ella no la merecía; y de vez en cuando mecía sobre sus brazos las ganas de dormir hasta en otra realidad soñada, ideal, lograra despertar. Pero jamás lo hacía. Y quizás fue esa la irónica verdad que la hizo soñar, primero con cosas chiquitas y ya luego... ante todo querer ganar. Fue aquello el milagroso salto al vacío, la cuerda floja que en vez de desestabilizarla la hizo bailar, el empujón al cajón de madera que le susurraba lo muerta que era pero que con el tiempo se convirtió, ente tablas y un colchón, una vez más en su cama, en su zona de confort. Las cosas minuciosas realzaron su valor, algo bien entre tanto mal salió, y cuando quiso acordar... sonreía. De la nada, durante todo el día. A veces con menos ganas, otras rebosante de innecesaria alegría. Al fin y al cabo otra mueca había. Tres meses habían oxidado las cadenas que la hicieron sentirse en sí misma apagada, pero entre más asfixiante era la carga y más se encorvaba al querer a toda costa llevarla, más rápido se obligó a tocar fondo; en una decisión tuvo que encasillarla. La carga iba a estar ahí, dentro o fuera el pesar, la idea inicial y sobre todo la profunda herida la iban acompañar de aquí a su próxima existencia, y lo único que entre tanto caos podía controlar... era la forma en que la podía a ese quilombo tomarlo. Y decidió abrazarlo. Quizás y solo quizás ahora sonría porque entendió que una carga aunque pese no quiere decir que deba aplastarla o en su apurado camino atrasarla, tampoco debería tomar más tamaño del que en realidad tiene y hacerla entre mil miedos tropezar; no se supone que sea angustiante u oscura, ni siquiera que deba a toda hora estar y susurrarle que nada va a lograr. Por eso decidió cambiar de libro, desaparecerse de la comodidad totalitaria que sus días acostumbraban, ir un toque más allá y tantear qué más estaba en sus manos conquistar. Ya no quiere seguir profundizando en la misma página que ya sabe mejor que nadie que por no pasar, poco a poco la va a acabar.
Luján Amaya
ESTÁS LEYENDO
PENSAMIENTOS DE UNA CHICA DE PELO AZUL | #1 Escritos
DiversosEn un subidón de valentía me animé a compartir algunos de mis escritos más personales con la idea de abarcar otro tipo de novela. Y sin ser capaz de justificarlo, me aterra. He escrito desde tantos sentimientos y con tanta pasión, que me quedo cort...