Marchita

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Marchité antes de tiempo en el jardín de pocas flores que siempre había representado ser mi vida. Si bien, hay ciertas temporadas en las que las flores renacen, yo nunca vi mis pétalos. Creo haber nacido con esa falta de lindura, de suficiencia. Tal vez porque cada vez que ellos decidían estar ahí para mí, tan solo sirvieron para proteger mi centro, y no hay nada más peligroso que confundir roles en un mundo colapsado de irresponsabilidad.

Nací para romperme; sin raíces, sin estabilidad. Mis hojas siempre abichadas fueron el principal detonante de muerte en mí. La compañía de la nada al no poder siquiera tener el derecho de ser parte de un ramo me hizo entender que faltaba tanto en mí, que se me sería imposible determinarme y determinar mi uso.

Entre la muchedumbre de colores me vi perdida, expuesta. Cada ser en esta tierra tienen algo que mostrar, esa belleza obsoleta de la que somos presos al no poder desarrollar. Aun así en mí no había nada, no había un tallo firme, ni hojas fuertes, tampoco fragancia y mucho menos suavidad. No habitaba vida en mí, sin embargo vivía. Y ese detalle me confundió, había perdido mi sentido de ser, de estar. Mi existencia carecía de razones, y aun así estaba ahí: en un monte, alzándome hacia el calor del sol, creyendo que al ceder ante sus caricias prontamente llegaría ese día imborrable en el que renacería como un milagro improbable de la naturaleza. Pero girar, bajar la guardia y depender de algo tan lejano, a veces logra hacerme creer que soy un girasol. Lo peor no es no serlo, si no darme cuenta que jamás voy a llegar ni siquiera a aparentarlo.

Amargo es el sabor de tener la capacidad de creerte algo que no eres.

Cuando las heladas comenzaron a vulnerabilizarme creí que tal vez, solo tal vez, podría ser un bello Jazmín. Mi resistencia ante las frías sensaciones depresivas que ascendían acorde a la gravedad de la tempestad ajena cada vez era más reconocible, pero más helada era la sensación de tener que dar más fuerza de la que me quedaba para aguantar. El frío no era lo mío, no me pertenecía y no me fortalecía. El sol me lo hizo saber con una caricia fugaz de sus rayos: necesitaba de algún tipo de calor... Y fue aún más grave esa necesidad de calor ya que comencé a esperarla demasiado, a anhelarla en demasía y a empezar a buscarla en lugares donde no  supieron dármela.

Luján Amaya

PENSAMIENTOS DE UNA CHICA DE PELO AZUL | #1 EscritosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora