El mundo se me vino abajo el mismo día que lloré pidiéndole a seres idealizadamente inexistentes algo que remediase la totalidad de mis heridas, de mí.
Fue desolador ver cómo cada creencia que resguardaba con esperanza se iba rompiendo cual fractura en una superficie débil. Me dolió llorar de la desesperación, de la soledad, de la idea inconsolable de que tomase la decisión que tomase... a nadie le iba a importar realmente. Más dolió saber justificar una y otra vez esos comportamientos, y creí ahogarme en mis propias palabras al relatarlo en plena soledad. Era yo quien hablaba, sin embargo, era yo quien también escuchaba. Eso fue la verdadera soledad. No fue el hecho de que no hubiese nadie en casa, tampoco lo fue el esmerarme en cocinar y al mismo tiempo saber que no lo hacía por nadie más que para mí porque una vez más, irónicamente el día del niño, mi presencia era la única. Tampoco se sintió tan mal el hecho de no recibir sus mensajes ni llamadas, ni siquiera un "¿todo bien?", no. Hablar mientras que con palabras y oraciones puntuales sacaba ese peso que me carcomía pareció la verdadera tortura. Porque supe que no habría otra ocasión similar, jamás tendría de nuevo la valentía, la rabia, y sobre todos las palabras para poder exteriorizar lo que con tanto recelo callaba para no terminar explotando. Peor aún fue darme cuenta que nadie, nunca, lo sabría. Y dolió. Dolió como la mierda, como nunca creí que algo me afectaría. Sentir el sabor salado de mis propias lágrimas mientras gritaba, mientras la vista se nublaba al igual que mis fuerzas, y mi boca repetía esa dolorosa frase de "lo intento, juro que lo intento, pero ya no doy más" fue tan destructor, porque una parte de mí se entendía y deseaba abrazarme por todos aquellos que en su momento no lo hicieron. Lo único que quise saber en ese momento fue... ¿alguien alguna vez... lo sabría? ¿Sabría lo que lloré, lo que me lamenté, lo que grité y cada pieza de mí que derrumbé para poder desahogarme de alguna manera y poder soportar otra semana de vida?
La sala vacía me devolvió como respuesta el eco de mi llanto, y partiendo de ese irremediable punto... acepté que nada después de aquel momento iba a poder consolarme. Ni el abrazo más asfixiante, ni las palabras más planeadas, ni la venganza más enferma. Nada sería ni la mitad de suficiente para poder curar a esa Luján que entre lágrimas y silencio, por primera vez, decía lo que le pasaba.
Porque ella lo dijo y no había nadie, ni una puta persona escuchándola, diciéndole que las cosas mejorarían, que por favor no se diera por vencida, que no bajase los brazos, que no dejase de ser la puta persona más fuerte de esta tierra. No hubo ni una cosa, por más simple que fuese, que la hiciese sentir reconfortada... Admitiendo tantas cosas que una vez más la gente pasaría por alto, resignándose a una vida de sonrisas rotas y silencios por respuestas. Ella merecía más, la Luján de hoy merecía más de todos, de cada puta persona en su vida y le fallaron, le fallaron como lo hizo su mamá, su papá, su psicólogo. No huno ni un fantasma que se apiadase de sus sentimientos en mano...
Se ahogó en el asco de su vida, en el repudio de su entorno, en el ácido que tocaba sus heridas, en la amargura de su suerte y la fortaleza de sus piernas, que aún seguían caminando rincón por rincón...
Luján Amaya
(21/08/22)
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PENSAMIENTOS DE UNA CHICA DE PELO AZUL | #1 Escritos
AléatoireEn un subidón de valentía me animé a compartir algunos de mis escritos más personales con la idea de abarcar otro tipo de novela. Y sin ser capaz de justificarlo, me aterra. He escrito desde tantos sentimientos y con tanta pasión, que me quedo cort...