James Moore gana.

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Will

Faith sube al coche y yo la miro por el espejo retrovisor antes de incorporarme al tráfico.

—¿Cómo ha ido? —pregunto, con la esperanza de que mi hija responda con algo más que un monosílabo.

—Bien. —La esperanza se desvanece en el mismo momento en el que ella fija la mirada en la pantalla del teléfono móvil y empieza a teclear.

Nunca he sido uno de esos padres que han considerado las nuevas tecnologías como el enemigo como sí lo hacen otros padres, pero empiezo a arrepentirme de haberle comprado ese maldito teléfono móvil. Tiene diez años, en lugar de conectar con el mundo que le rodea se pasa el día pendiente de lo que le dice alguien a través de un aparato.

Hacemos el trayecto en silencio, silencio que llena la música rock que suena en la radio. Una vez llegamos a la casa que un día yo también habité, dejo el coche aparcado en el camino de gravilla frente al garaje y nos dirigimos hacia la entrada. Layla, mi exmujer, aparece bajo el umbral de la puerta mientras subimos el tramo de escaleras del porche. Sonríe a Faith, le da un abrazo y me invita a pasar dentro. Su expresión es cauta y algo tensa.

Es raro pensar que en el pasado esta casa fue también mía. Es una pequeña casa victoriana con jardín que reformamos a nuestro gusto en aquel entonces. Esta fue la casa que compramos cuando nos casamos, con la esperanza de ser felices en ella. Y lo fuimos durante unos años, hasta que sin razón aparente empezamos a distanciarnos. No hubo un motivo concreto para separarnos, simplemente dejamos de querernos como se supone que deben quererse dos personas que desean pasar el resto de su vida juntas. Es como la pieza de ese electrodoméstico que se va desgastando con el tiempo hasta que, un día, de repente y sin previo aviso, se rompe e impide que este siga funcionando con normalidad. Quizás no hayas reparado en el desgaste, pero este ha existido, la pieza se ha roto y no hay nada que puedas hacer para repararla.

Faith trota escaleras arriba cargando con la mochila de deporte hacia el primer piso, donde están los dormitorios. Yo suspiro siguiéndola con la mirada, porque ni siquiera se ha dignado a despedirse de mí con uno de esos gruñidos a los que me tiene acostumbrado.

—Creo que no le caigo bien a nuestra hija.

Layla sonríe un poco, a pesar de que está seria y parece incómoda. Mentiría si dijera que Layla no es una mujer hermosa, porque lo es. Esbelta, pelirroja como Faith y de porte elegante. Me enamoré de ella durante la universidad y siempre creí que ella sería la mujer con la que envejeceríamos juntos.

—Todo adolescente está genéticamente programado para que no le caigan bien sus progenitores.

—Supongo que tienes razón, pero aun así echo de menos a mí pequeña.

—Creo que hace un tiempo que dejó de ser «pequeña». —Layla me mira dubitativa—. ¿Quieres pasar? Hay algo de lo que tengo que hablar contigo.

Por la forma en la que su cuerpo se tensa como lo hace parece importante. Asiento con un movimiento de cabeza y ella me pide que le siga hasta la cocina.

Entre Leyes  y Pálpitos  (Libro 3: Saga Vínculos Legales)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora