Will
Al día siguiente, las manos me sudan cuando me planto frente a la puerta del edificio donde vive Ava Morgan, mi madre. Se trata de un edificio pequeño y de aspecto tradicional en el West Village. Llamo al interfono y un sonido estridente y vibrante me avisa de que alguien ha abierto la puerta en la distancia. Frunzo un poco el ceño; que haya abierto la puerta sin preguntar antes quién soy es una práctica poco segura y pone en evidencia que está esperando a alguien.
Subo con el ascensor hasta la tercera planta y cuando las puertas automáticas se abren veo de frente la puerta de un piso abierta y una mujer bajo el umbral. Está apoyada en el marco de madera y su aspecto es frágil. Sigue pareciéndose mucho a la mujer que en su día me hizo de madre: ojos grandes y castaños, pelo también castaño en una media melena que le roza los hombros y una porte elegante y distinguida que la hace parecer una estrella de cine. Sin embargo, es evidente que está enferma. Está pálida y muy delgada; un saco de piel y huesos.
El corazón sube por mi garganta y se queda allí, atravesado. Un remolino de emociones gira dentro de mí de forma descontrolada. Soy un caos al que le cuesta entender sus propios sentimientos. Tardo tanto en reaccionar que las puertas automáticas del ascensor se cierran dejándome a mí a dentro. Detengo el cierre con la punta del zapato y tras una honda inspiración salgo al rellano y camino hacia ella. Hacia mi madre.
Es raro llamarla madre después de todos estos años de ausencia, pero no se me ocurre otra forma de dirigirme a esta mujer de aspecto desvalido que me mira expectante desde la puerta. Podría decirse que es una extraña. Que ambos somos unos extraños. A fin de cuentas, hace más de veinte años que no nos vemos. Sin embargo, los recuerdos inundan mi mente como
fogonazos a medida que avanzo hacia ella. Su forma de abrazar que cubría mi cuerpo de niño y me reconfortaba, su olor a cítricos y canela, los sándwiches de pavo que eran mi desayuno favorito, sus palabras de aliento cuando me sentía mal o desanimado, su risa que era muy escandalosa y que hacía reír a papá también, los veranos en las casitas alquiladas de los Hamptons... Son todos recuerdos felices, aunque obviamente hubo momentos malos: su mirada siempre triste y cansada cuando se hacía de noche y papá aún no había regresado del trabajo o la apatía con la que en los últimos tiempos enfrentaba los días, como si hubiera dejado de vivir y se hubiera conformado con existir. No sé dónde leí que recordar las cosas buenas es un mecanismo que tiene el cerebro para soportar mejor el paso del tiempo y mitigar el dolor de los recuerdos tristes.
Me planto frente a ella, indeciso, con la inquietud golpeando la boca de mi estómago. He venido aquí sin pensar de antemano en lo que iba a decirle. Sin embargo, hay algo que capta mi atención y que me apresuro a manifestar en voz alta:
-No pareces sorprendida de verme. Ella sacude la cabeza.
-En realidad, te esperaba.
-Dean te dijo que vendría. Asiente.
Yo chasqueo la boca aunque tenía que haber supuesto que Dean la pondría sobre aviso. Me miro los pies que cambio de postura de forma constante y meto las manos dentro de los bolsillos, en un gesto que no hace más que acentuar mi estado de nervios actual.
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Entre Leyes y Pálpitos (Libro 3: Saga Vínculos Legales)
RomanceMe llamo Chloe Graham y dejé de creer en los finales felices el día que mi madre murió y tuve que asumir la tutela de mi hermano pequeño, ahora convertido en un adolescente huraño y conflictivo. Tampoco creo en las princesas encantadas. Al menos, yo...