Capítulo 6

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Los últimos rayos del atardecer se colaban por las ventanas con timidez, acariciando el rostro de Diana y despertándola suavemente de un extraño sueño del que no recordaba nada. Imágenes borrosas jugaban en su mente, haciendo que le aumentara el pulso de vez en cuando.

Lentamente abrió los ojos y la vista se le aclaró con lentitud. Estaba en el sofá de su casa, tapada con una manta de lana. Su madre estaba sentada en una silla junto a la mesa, mirando al vacío y ahogada en un mar de pensamientos inmenso. Diana arrugó el rostro, dolorida. Su cabeza le estallaba. Sentía cientos de agujas clavarse en su cerebro, cosa que la mareaba hasta que todo le daba vueltas.

Se levantó con esfuerzo, sintiendo sus músculos entumecidos y un angustioso hormigueo por su cuerpo. Un leve gemido brotó de sus labios cuando sintió un profundo malestar recorriéndole la columna.

—¿M-mamá? —dijo con la voz ronca. Estaba muy confusa y lastimada y no sabía por qué. Lo que más le dolía eran las manos y la mandíbula.

La mujer volvió la mirada hacia ella y le dedicó una sonrisa tierna pero a la vez de preocupación.

—Al fin te despertaste. —Se levantó y fue hacia ella para envolverla con sus brazos. Diana correspondió, aún desorientada.

—¿Q-qué ha pasado? —No podía dejar de tartamudear. Le ardía la garganta, las manos, los brazos... Todo. Era como si hubieran sacudido su cuerpo con una bestial fuerza o le hubiese pasado un autobús por encima.

Su madre ignoró su pregunta y la miró, apenada y quebrada.

—Diana, ¿por qué no me dijiste que te acosaban en el instituto...? ¿Por qué no me contaste todo lo que estabas sufriendo?

Diana la miró enmudecida, sin comprender cómo lo había descubierto. Si se lo había ocultado era para que no se preocupara y porque temía que las cosas empeorasen. Para que no tuviera que añadir un peso más a su vida del que ya cargaba aquella mujer. Quería haber sido más fuerte para que Adela pudiera vivir al menos más tranquila. Sin embargo, no le apetecía hablar de eso en aquel momento. Solo quería respuestas, pues la inquietud empezaba a trepar por su garganta hasta hacerla palidecer.

—Mamá, respóndeme ¿A qué viene eso ahora? ¿Qué ha pasado...? ¿Por qué me duele todo?

Adela respiró hondo, reprimiendo un sollozo de angustia. Se sentó a su lado y la miró de frente. Le acarició la mejilla con lentitud. Tenía las manos frías y pálidas.

—Tengo que contarte algo que te he estado ocultando —respondió. Su voz se oía lejana y temblorosa. Diana, adivinando el miedo que se había instalado en su madre, le dedicó una sonrisa un poco forzada y le puso la mano sobre su hombro.

—No te preocupes —dijo, procurando sonar calmada—. Puedes contarme lo que sea. Por favor...

—¿A pesar de que puedas asustarte? —preguntó, escandalizada—. No volverás a ver las cosas como antes...

—A pesar de eso.

Hubo un breve silencio lleno de angustia en el que Diana pudo sentir sus propios latidos en sus orejas. Su madre le cogió las manos y las apretó. Cuando las miró, pudo apreciar que en sus uñas había restos de sangre que no supo de dónde habían salido.

—Diana... —comenzó a hablar pero se paró de repente como si estuviera buscando las palabras adecuadas. Su voz parecía de un frágil cristal—. Hay algo que no sabes sobre ti misma, y que he intentado que no descubrieses, pero ya es demasiado tarde. —Cogió aire y miró hacia el suelo, devastada—. Naciste con un extraño poder... Un poder que ha... estado dormido hasta hoy. Es... algo que me avisaron hace tiempo...

Lo que la niebla ocultóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora