Capítulo 7

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Las nubes en el cielo flotaban libres y etéreas tras las montañas. Diana caminaba por la silenciosa y vacía calle, como si estuviese pisando cristales rotos. La ausencia de sonido era inquietante y perturbadora, y tenía la sensación de que en cualquier momento algo aparecería de entre las sombras.

Repentinamente, un ruido erizó su piel. Se giró para ver de dónde procedía y visualizó una bestia encerrada en una jaula. Esta gritaba e intentaba salir de forma bruta de aquella prisión, hiriéndose a sí misma y bramando con inquietud. Cuando ese ser hizo contacto visual con Diana, la chica se reconoció.

Era ella.

La bestia destrozó la jaula y se lanzó contra ella. Unos ojos del rojo de la sangre penetraban en los suyos con una mirada inhumana e irreal. Diana gritó hasta quebrarse la voz e intentó escapar de aquellas garras... Pero fue en vano.

La bestia la desgarró con la fuerza de un tigre.


La pesadilla la despertó cruelmente. Una película de sudor perlaba su piel y su respiración removía sus pulmones con violencia. No se podía quitar de la mente esa mirada de ojos rojos de su sueño. Ojos que parecían penetrar en su alma y fragmentarla en mil pedazos. ¿Así la verían cuando se transformaba en ese extraño ser?

Respiró hondo para intentar relajarse y se frotó la cara para eliminar los últimos restos de sueño. Fuera podía escuchar a los gallos de la granja cantar. Normalmente habría bajado a saludarlos, pero no había tiempo.

Miró por la ventana para ver los primeros rayos de sol que anunciaban el nacimiento de un nuevo día. El cielo mostraba orgulloso colores rosáceos preciosos. Las colinas empezaban a iluminarse y en la lejanía podía ver las granjas vecinas. Cogió aire: Era el gran día.

El día de su libertad o de su eterna prisión. El día en el que se definiría su destino. Deseó de corazón que su madre aún no se hubiera levantado. Estaba muerta de terror por lo que le depararía el futuro. De todas las cosas que podrían salir mal, de los peligros que la estaban esperando... Pero aquello no la detendría.

Se vistió con ropa cómoda. Una camiseta blanca con una huella de animal impresa en ella, calzas deportivas negras y botas de campo marrones, ideal para un largo viaje —y para el trabajo de granja—. Se colocó por encima una capa oscura que había robado de un viejo armario de su madre. Así podría ocultarse más fácilmente y le serviría de abrigo.

A medida que pasaban los segundos sus latidos chocaban en su pecho con más energía, agudizando una angustia que empezaba a formarse en su interior. Iba a hacerlo.

Realmente iba a hacerlo.

Tras comer unas cuantas galletas que tenía guardadas en su cuarto y terminar con los preparativos en su mochila, respiró profundamente. Metió el libro de la biblioteca, ropa limpia, comida y agua. Mientras lo preparaba todo no podía parar de pensar en que quizá estaba cometiendo un gran error.

¿Le perdonaría alguna vez su madre por hacer aquello? Iban a llevársela de todas formas. Lo mejor era huir.

Una inquietante sensación la recorrió cuando lo escuchó: Un estruendo se rumoreaba en la entrada de su casa, acompañado de golpes insistentes en la puerta. Cuando escuchó a su madre gritando que no los dejará pasar se le heló la sangre.

Y entonces llanto, palabras amenazantes, más golpes. Más gritos.

Solo hicieron falta unos segundos para que la puerta quedase completamente derribada y su madre empujada al suelo en un grito ahogado.

Apretó los labios con amargura mientras su corazón resonaba en sus oídos con intensidad. Se había acabado el tiempo. Era ahora o nunca. No dejaría que la atrapasen.

Lo que la niebla ocultóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora