Capítulo 35

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El amanecer trajo consigo un luminoso cielo anaranjado que compensaba la terrible tormenta del día anterior. Pero aquellos vivos colores se le hacían simples grises pues había llegado la hora que habían tratado de retrasar, en vano. El tiempo no esperaba a nadie.

Tanto Diana como Hino tenían la mirada apagada, vacía, como si la luz no existiese. El silencio decía todo aquello que las palabras no eran capaces.

Mientras su padre avisaba a los espíritus, ambos permanecían agarrados de la mano con fuerza y desconsuelo. El aire parecía falso y el suelo cristal que se quebraba con solo dar un paso. Pronto Hino y su padre volverían a casa, al mágico reino de Álfur. Ella se quedaría anclada en Tao y observaría cada día el océano que los distanciaba. Un océano que conectaba ambas tierras y las separaba al mismo tiempo.

¿Cómo sería su vida a partir de ahora? ¿Cómo sería estar separados por dos reinos enemigos?

Los latidos de su corazón dolían contra sus costillas.

—Hino...

El elfo clavó sus ojos esmeralda en los suyos. Su mirada feérica y mágica, aquella que anhelaba tanto, estaba recubierta de tristeza.

—No te preocupes, Diana —susurró, dibujando una débil sonrisa—. Te visitaré pronto, te lo prometo...

Su corazón se desgarró con aquello. Su mente quiso abandonar su cuerpo para dejar de sentir aquella tormenta que estallaba en su interior. Se hizo un silencio demasiado amargo, demasiado evidente. Ella apretó los labios mientras buscaba la frase que no quería pronunciar en el fondo de su garganta. Hino debía saber lo que estaba por venir, aunque doliese. Aunque quemase cada respiro en aquel momento.

De sus labios brotaron las palabras que los destruirían a ambos.

—Debemos dejarlo.

Las palabras sonaron distorsionadas en su cabeza y se clavaron en su estómago como astillas. Las notó ajenas, como si no hubiese sido ella quien las había pronunciado. Quizás en el fondo así era, pues fue su madre la que le obligó a decirlas.

Todo enmudeció alrededor. Parecía que el mundo se había congelado y se estuviera quebrando en silencio. La expresión de Hino se rompió de pena, como si hubiese visto morir cientos de estrellas.

—¿Por qué? —Su voz parecía rota. Se estremeció—. Prometimos visitarnos, Diana... Dijimos que haríamos todo lo necesario para seguir juntos...

Un sollozo ahogado escapó de su garganta mientras se hundía en la amargura. Sí, eso había prometido. Ese era el plan que los mantendría unidos a pesar de los kilómetros. Pero todo estaba ya roto.

Él agarró sus manos con fuerza y la atrajo hacia él. Hino estaba destrozado; podía sentirlo. Podía notar aquel intenso sentimiento de pérdida, de lucha e impotencia en el palpitar de su corazón. Sus ojos se humedecieron y sus pensamientos estaban mudos. Tragó saliva para intentar que el nudo de su garganta le permitiese hablar.

—Eso era antes... —empezó a decir. Respiró hondo, llenándose de valor para decir las siguientes palabras—. Nos vamos a una ciudad donde no me buscarán. En la ciudad te descubrirán enseguida. No podremos vernos, Hino...

Todo acababa ahí. Era el fin de la historia, de una alegre época que quedaría grabada en el recuerdo. Era una despedida ruin e injusta, provocada por el ego de una guerra olvidada en el tiempo. De las diferencias que abrían grandes abismos.

Ninguno era capaz de cambiar aquel hecho.

El silencio que conquistó el ambiente los aplastó hasta reducirlos a nada. La mirada de Hino se ensombreció y sus orejas bajaron en señal de tristeza, lo que le hizo sentirse más desolada. El llanto silencioso que empezaba a quemar en su ser la despedazaba y la devoraba sin remedio.

Lo que la niebla ocultóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora