Capítulo 1

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—Mamá, me voy a clase —dijo, cogiendo la mochila bruscamente, desganada.

Solo llevó unos cuantos segundos recibir la dulce respuesta de su madre, quien estaba en el sillón con un libro en la mano.

—Ve con cuidado, cariño —se despidió con un tono cariñoso que a la vez escondía algo de nostalgia. Diana se detuvo en el salón y se volvió hacia ella.

La mujer la miraba con esos ojos azules que habían perdido su brillo desde hacía tiempo. Marcas de la edad adornaban su rostro, y sus ojos cansados de tanta tristeza parecían mirar solo al horizonte, buscando algo que perdió, que se fue sin más un día... Diana intuyó lo que había estado pensando. Conocía muy bien a su madre, y sabía qué fecha se acercaba. Había algo en su mirada cansada que le hacía sentirse vacía, y no le hacía falta ser adivina para hacerse una idea de lo que se trataba.

—Pensando en mi padre otra vez, ¿verdad? —preguntó, preocupada por la depresión que le robaba la sonrisa a su madre de vez en cuando, sobre todo cuando se acercaba el aniversario de boda o la fecha en la que se fue.

—Diana, yo... Es difícil para mí... —respondió con un tono triste y culpable. La chica cogió aire antes de responder.

—Mamá. No sé tantas cosas acerca de mi padre... Pero lo que sí sé es que si nos abandonó no merecía la pena, y tampoco nos supo valorar. Tienes que ser fuerte, a los débiles los pisan como una alfombra —dijo al tiempo que la abrazaba con cariño.

—No —negó su madre, hundida en sus pensamientos—. Sé la razón por la que se fue.

—¿Por qué? Nunca me la has querido contar... —preguntó la chica, intentando que no se notara el enfado hacia su padre.

Él se fue cuando más le necesitaban sin dar explicación alguna. Desapareció, sin más, abandonando a una mujer y a un bebé que no entendía nada. De niña, había escuchado llorar a su madre por las noches y a susurrar en sueños aquel nombre impronunciable ahora para ambas. Había visto a aquella mujer perder intensamente la vista en el cielo, como queriendo conectarse con algo etéreo e irreal. Ella había aprendido a ser fuerte por su madre y a no llorar para que al menos, la mujer pudiera preocuparse un poco menos.

Diana no se lo podía perdonar. Ese hombre había hecho daño a su madre, una gran mujer llena de amor, paz y ternura. Una que sin embargo se hizo fuerte y logró sacar adelante a su hija y a la granja. Llena de sueños rotos y tristeza, pero que cada noche solía contarle cuentos que ella misma inventaba.

—Algún día... —empezó a decir, pero se paró como si intentara buscar las palabras—. Algún día te lo diré, cariño. Aún no estoy lista...

—Siempre dices eso —contestó, frustrada. Pero no quería discutir con su madre. Ya estaba lo suficientemente triste y destrozada. Así que le dedicó una mueca apenada y le dio un beso en la mejilla—. Nos vemos luego.

Su madre asintió con una sonrisa forzada.

Se fue por la puerta, con un aire cansado por la misma rutina de cada día. Llevaba puesta su ropa favorita: Un peto vaquero azul claro encima de una camiseta blanca, y tenis del mismo color. Era muy cómoda para trabajar en el campo y también para pasear.

Tras salir de la granja cogió un camino cuesta abajo que llevaba hasta el pueblo. Había vallas de madera oscura a cada lado, y hierba alta que se asomaba al sendero. Más allá, tras algunas arboledas distantes y casas, se divisaba el mar.

Mientras caminaba se perdió en sus pensamientos desbordados de recuerdos. Notaba que algo no iba bien en esa vida, en esa rutina repetitiva que parecía nunca tener fin. Respiró hondo, sintiendo de nuevo aquella sensación de alerta y peligro dentro de ella, la cual llevaba años sintiendo. Y es que, había algo dentro de ella que no era normal y que a veces la inquietaba. No sabía qué era, pero ahí estaba, como un susurro lejano que a veces la hacía estremecer. En su mente había una chispa salvaje y peligrosa que podría desatarse en cualquier momento, pero que siempre intentaba ignorar.

Lo que la niebla ocultóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora