Había sangre por todos lados, pero sobre todo ruido y cenizas. Todos gritaban mientras Álfur era destrozado: los árboles caían a morir entre llamas, el aire se llenaba de polvo y el cielo se ennegrecía. Los animales huían despavoridos, las hadas con alas rasgadas caían al suelo heridas. De los soldados caídos brotaban ríos carmesí y últimos suspiros que se perdían entre el barullo desconsolador. No podía moverse, no podía reaccionar, era como un mero espectador que no podía controlar ni su propio cuerpo para huir de allí. Solo podía optar por quedarse congelado viendo como su mundo, su hogar, se venía abajo.
Fue entonces cuando los vio. Sus progenitores aparecieron delante de él, haciendo que su corazón se partiera por la mitad. Su madre con la espada; su padre con un arco... Ambos parecían complementarse perfectamente, protegiéndose las espaldas frente a los humanos y sus máquinas destructivas.
Estaban a punto de girarse hacia él, y el joven elfo quería volver a ver sus rostros. Ansiaba recordarles, volver a grabarse sus facciones... Y sin embargo, antes de que pudiera diferenciar sus caras, cayeron al suelo sin vida. Murieron delante de él, mientras él estaba preso en su propio cuerpo sin poder siquiera gritar de dolor ante aquella escena rojiza. De repente, corriendo hacia él, divisó una silueta de ojos dorados que iba a salvarlo. Diana apareció como su mayor consuelo pero antes de que pudiera sentir sus brazos rodeándolo, todo se desvaneció.
Hino abrió los ojos con temor y agitación. Estaba asustado: la pesadilla que había sufrido lo había destrozado de formas inimaginable, haciéndole revivir aquel trauma. Sintió la necesidad de llorar, pero se contuvo. No era la primera vez que le pasaba, ni iba a ser la última. Le tomó unos segundos relajarse. Estaba desorientado y asustado, sobre todo cuando la realidad volvió a su mente: El precipicio por donde había caído. La voz de Diana gritando su nombre. Por unos instantes creyó que había fallecido y se encontraba en Ruhê.
Pero no era así. Estaba en una cueva, siendo rodeado por brazos ajenos. Movió la cabeza y observó a Diana abrazándolo con el rostro en su pecho. Cuando la semielfa levantó la cabeza, Hino pudo ver el resquicio de lágrimas y una gran sonrisa de alegría. Sus ojos del color de la miel brillaban como dos soles en un doble amanecer.
Le pareció más hermosa que las mismísimas ninfas.
—¿Diana...?
—¡Estás bien! —exclamó mientras le daba un fuerte apretón. Él hizo caso omiso a las punzadas de dolor que centelleaban en su cuerpo, y simplemente se dejó llevar por su calor.
—¿Qué ha pasado? —interrogó, desorientado.
—No digas nada —exigió ella con una inmensa felicidad. Acortó la distancia que había entre ellos en un segundo y selló sus labios con los suyos.
Él bajó las orejas inconscientemente y le correspondió. Con una mano detrás de su cuello, la acercó para sentir más su contacto y profundizó el beso mientras sus labios se movían al ritmo de los de ella. Sus cabezas no se separaron aunque sus bocas lo hiciesen, quedando sus frentes unidas en un tierno gesto. Una risa brotó entre ambos.
—Por lo visto sois más que amigos —se escuchó una voz. El elfo se sobresaltó.
—¡¿Quién eres?!
—El Mago Dorado del Norte.
—Él nos ha salvado, Hino —le contó ella mientras acariciaba sus mejillas con los pulgares.
—Espera, tú eres... uno de los cuatro Maestros de la Magia.
—¿Qué? —curioseó ella. Ambos la miraron.
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Lo que la niebla ocultó
FantasíaÉrase un reino que olvidó. Érase el recuerdo de una guerra que destrozó corazones e hizo cenizas amores imposibles. Érase una niebla que la verdad ocultaba tras sus cortinas. Érase una chica llamada Diana con un poder demasiado grande para ella. Un...