Capítulo 32

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Los Espíritus se iluminaron con intensidad, haciéndoles cerrar los ojos con fuerza. Se unieron y entrelazaron hasta formar una hermosa y colosal águila, con un cuerpo mágico y bello. Sus ojos eran ambos de distinto color, uno era celeste como el cielo de un día soleado y otro negro como la más bella noche. Parecían contener el universo y toda la energía del cosmos vibrando en su interior. Sus plumas eran de un potente dorado, como si de oro se tratasen. El águila emitía un brillo celestial que emanaba de su cuerpo y que dejaba tras de sí incorpóreas estelas centelleantes. Ambos lo miraron con admiración y fascinación.

Era sorprendente.

Diana fue la primera en subirse a su lomo, con una desbordante ilusión en su rostro. Hino se sentó tras de ella y la rodeó con sus brazos. El águila desplegó sus imponentes alas y salió volando, dejando caer vacilantes plumas doradas que se desvanecieron al tocar el suelo. Bajo la luz del sol tras salir de aquel reino, el cuerpo del animal desprendía sutiles destellos de oro.

Rio de adrenalina mientras el ave ascendía ligero y veloz por los aires. Se sentía viva. Llena de júbilo y libertad.

Se sentía así sobre todo por haber cumplido —más o menos— su misión. Por haber vivido tantas cosas. Y también porque por fin, después de tantos meses, volvería a ver a su madre, a la anciana y a los animales de la granja que la habían consolado tanto en sus peores días... Jamás habría pensado que extrañaría el hogar donde se crió. Y aunque no quería quedarse para siempre allí otra vez, la idea de volver a visitarlo y a recorrer su granja y su hogar la hacía feliz. El tiempo había pasado muy deprisa y los meses se le habían echado encima sin remedio. Ya apenas recordaba el aroma de su casa ni el barullo de la granja al despertar, el olor del café en las mañanas o la fragancia de los viejos libros de la biblioteca. La calidez de su hogar se le hacía ahora lejana, como un sueño brumoso.

De repente llegó a su mente un asunto importante. Su mirada se ensombreció: había algo que debía hacer antes de volver. Era algo a lo que le había estado dando muchas vueltas durante su aventura. Un asunto que no podía ignorar o le pesaría en la consciencia para siempre.

—Antes, ¿podemos recoger a alguien de Álfur?

—¿Qué pretendes, Diana? —dijo su compañero.

—Quiero arreglar las cosas de una vez por todas.

Era algo que debía hacer. Algo que su corazón le dictaba.
Tras dar las indicaciones, el águila se perdió entre las nubes, volando a una velocidad de vértigo y surcando el reino feérico en cuestión de segundos.


❖ ◦ ❁ ◦ ❖


Arno observaba el mar ensimismado, perdiéndose en las olas y en el infinito azul que se perdía en el más lejano horizonte. A su lado estaba Gisi, que había regresado hacía ya algunas semanas. El unicornio se veía más animado y alegre, por lo que todo indicaba que había ido todo bien. Solo esperaba que su hija y su aprendiz estuvieran a salvo.

Sin embargo, no era eso lo que más le pesaba en la cabeza en aquel momento. Desde el reencuentro con Diana, Arno había estado más metido en sus pensamientos que nunca. Su mente melancólica evocaba lejanas épocas risueñas, días de amor y rebosante alegría, recuerdos fantasmas de aventuras de las que quedaron tenues huellas. Después de tanto tiempo, de tantas lunas, los espíritus del ayer seguían apuñalándolo. El murmullo del mar a menudo se convertía en el nombre de aquella mujer que amaba, de aquel amor separado por la distancia y el tiempo.

Aquel susurro le devolvía los latidos que creía perdidos en su corazón. Acarició la crin del unicornio, como si aquello consiguiese apartar aquel dolor de su corazón.

Lo que la niebla ocultóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora