Capítulo 38

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—¡Diana! —gritó Hino al verla. Ella lo miró con amargura.

Estaba delante de la entrada a un túnel bajo tierra, junto a Gisi. Ella se dirigió hacia ellos y con voz rota y aún sobre el lobo, miró al resto de animales, que caminaban en una desordenada fila detrás de ellos.

—Entrad; ahí estaréis a salvo. Os prometo que salvaré vuestro hogar... —Miró a Gisi entonces y le pidió que se acercase con la mirada. El unicornio fue con ella y restregó su hocico en su mejilla, preocupado. En otra ocasión, Diana habría reído con aquello, pero la risa no cabía en aquella situación—. Gisi... Tengo una misión importante para ti.

—Diana, ¿qué estás...? —empezó Hino, pero la semielfa no le dejó terminar. Siguió hablándole al unicornio, acariciando su hocico y mirándolo con firmeza y determinación.

—Quiero que protejas a todos los animales y que mantengas el orden bajo tierra para que estén a salvo. También quiero que llames a todas las criaturas que puedas para que se unan a los túneles, ¿de acuerdo?

El unicornio, aunque aterrado, pareció llenarse de valor y juntó su mejilla con la suya a modo de abrazo y de asentimiento.

—Cuento contigo... Te prometo que detendré esto. No volverán a destruir vuestro hogar —dijo con rotundidad, antes de dejar un beso cerca de su frente.

Tras eso, el unicornio encendió su cuerno y entró al túnel, dirigiendo a todos hacia el interior. Poco a poco, todos los animales fueron refugiándose. Rezaba de corazón que en los demás bosques los elfos estuviesen ayudando a aquellas criaturas también. No tenían la culpa de aquella maldad, de aquel desastre traído por las manos de la codicia y el egoísmo.

Un dolor desgarró su columna en ese instante, arrancándole un gemido.

—¡Estás herida, Diana!

—N-no debemos rendirnos, Hino. Tenemos que volver. Tenemos que luchar.

—De eso nada; tú te quedas aquí.

—Tengo una misión. ¡No puedo quedarme quieta!

—Diana...

—Soy la clave para acabar con esto. Todos me lo han estado avisando... No entiendo por qué, pero si es mi destino tengo que ir... Por favor, Hino.

Hino clavó su mirada en la suya. Su determinación y su valentía estaban reflejadas en aquellos ojos de miel. Él tenía que entender que aquel peso, aquel destino, recaía sobre sus hombros. Y que, a pesar de sus heridas y el terror que la devoraba, su voz interior le pedía a gritos salvar a su gente y a aquel reino.

Y que había prometido no rendirse.

—Pero ¿puedes caminar?

—No. —Miró al lobo, y este la observó—. Él será mis piernas.


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Cuando regresaron a la playa, las bombas habían cesado y los aviones ya se alejaban en la distancia, quizá para traer más cargamento. Para volver a recargarse con aquellas armas destructivas que convertía todo en un mar de llamas y polvo.

Los humanos habían aprovechado ese desconcierto para bajar de los buques. Tanto ellos como sus armas, cañones, y cientos de cosas más que Diana no quiso ni pensar. Un silencio pesado y tan puntiagudo como mil dagas recaía sobre todos.

Dos bandos estaban cara a cara. Atentos al movimiento del otro, dos razas volvían a mirarse a los ojos.

Los elfos tenían espadas y arcos, así como el prodigioso dominio de Elementos. Pero los humanos parecían tener ventaja gracias a la tecnología, y poseían un peligroso armamento que relucía bajo la luz del día. A pesar de todo, los elfos se mantenían firmes y sin temblar, decididos a proteger todo lo que quedaba de su reino. Por suerte también contaban con el poder de la naturaleza, y posiblemente eso les daría cierta oportunidad.

Lo que la niebla ocultóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora