Capítulo 40

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Los taonienses fueron subiéndose a los barcos amigos que habían llegado cuando el sol ya empezaba a ocultarse. Había un montón de heridos, tanto humanos como elfos y enanos. Las huellas de la guerra habían quedado marcadas en la playa, el bosque y las pieles de todos. Pero, sobre todo, en cada corazón. Habían caído demasiados. Habían sufrido bastante. Habían sido, ambos bandos, presos de los demonios de la oscuridad y la violencia. Después de todo, eran iguales: tanto en lo bueno como en lo malo.

Eric suspiró. El cuerpo de su padre, así como otros muchos, fueron llevados en uno de aquellos barcos para enterrarlos en Tao. Solo así sus familias podrían llorarlos como es debido.

Lo asolaba ver que aquel era el fin. Que ahora solo estaba él, sin alguien a quien pudiera pedir consejo para dirigir Tao. El niño que se escondía en su interior lloraba de furia y dolor. La imagen que tenía de su padre había ido desgastándose y cambiando con el tiempo, y aunque bajo su perspectiva habían dejado de ser cercanos hacía demasiado, aquello era doloroso.

Douglas no siempre había sido así... Había sido incluso un buen padre cuando él era niño. Pero los años acabaron por engullirlo y la venganza había crecido hasta formar un demonio dentro de él. En el fondo, él siempre quiso lo mejor para el reino. Quiso llevar a Tao a la perfección, quiso sacar adelante a los suyos. Consiguió alejarlos de la crisis causada por el aislamiento de Tao. Quiso que el reino humano siguiera creciendo. Pero no supo llevarlo a cabo de la mejor manera. Por muy buenas intenciones que tuviese, se equivocó una y mil veces. Desgraciadamente, el odio y el poder acabaron por llevarse su buen juicio.

A pesar de todo, lo echaría de menos. Su ser siempre recordaría al hombre paternal que lo llevaba a pasear con su cometa, que lo había enseñado a jugar a cientos de deportes, aquel que le había estado protegiendo y consolando cuando su madre murió, víctima de una epidemia de enfermedades que arrasó Tao. Estaba seguro de que aquella parte del alma de su padre estaría descansando en paz.

Respiró hondo y se vistió con una seriedad que le sirvió de máscara para su corazón destrozado. Para las lágrimas que empañaban sus ojos. Lo perdonó para poder recordarlo como el hombre que fue una vez. El adiós era devastador, pero tenía que seguir adelante por su reino y por aquel nuevo comienzo.

Miró al mar, perdiéndose en aquella línea que se desdibujaba en el horizonte. Ahora, sobre sus hombros recaía el peso de todo un reino y las consecuencias de la guerra con los exenemigos. Había mucho que hacer y organizar, mucho que arreglar, muchos daños que borrar...

—Gracias por vuestra colaboración, joven Eric —interrumpió sus pensamientos Orym, el rey elfo. Su apariencia, aunque magullada y exhausta, imponía respeto—. Sé que debe ser duro ver morir a vuestro padre.

Se quedó unos instantes en silencio, reflexionando y cerrando heridas. Una sonrisa se dibujó en sus labios cuando le tendió la mano al elfo.

—Mi padre se convirtió en un hombre ruin, consumido por el poder y la venganza —habló. El elfo miró su mano con recelo—. Pero os prometo que yo no soy así. Os juro lealtad, rey Orym. Anhelo una nueva oportunidad; dirigiré a mi gente por el mejor camino. Quiero acabar con la enemistad entre nuestras tierras y crear una nueva era. No será fácil, ni mucho menos, y posiblemente lleve tiempo... Pero creo firmemente que una nueva era de paz y convivencia es posible. Quiero ayudar a sanar este reino, a Tao, a Dunia entera. Por eso... ¿Nos aceptaríais de nuevo, Su Majestad?

El rey pareció dudar unos instantes. Bajó la mirada hasta su mano, para luego dirigirla hacia sus acompañantes. Las miradas sonrientes de sus guardias parecieron convencerle. Orym se incorporó, orgulloso pero a la vez compasivo. Cuando las comisuras de sus labios tiraron hacia arriba, Eric supo que se había creado una nueva promesa. El rey levantó su mano.

Lo que la niebla ocultóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora