Capítulo 34

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La tarde transcurrió más tranquila, a pesar de la tormenta. Adela se compadeció un poco de Arno, quien miraba a su hija con ojos brillantes y tristes mientras ésta se movía por la casa. Sin olvidar su resentimiento, cogió algunos álbumes de fotos de la estantería y se los puso delante para que pudiese verlos. Arno le dedicó una mueca de gratitud y no tardaron mucho en sentarse juntos en el sofá para compartir aquellos recuerdos. Con cada foto, Adela le contaba una historia y una anécdota diferente que consiguieron sacarle una sonrisa al elfo. Por un instante, casi pudieron fingir que no habían sido una familia rota. Hasta Lotreline se había unido a aquel momento, añadiendo más recuerdos de la infancia de la mestiza a su mente. Pudo visualizarlos en todo detalle en su mente, y una parte del vacío que lo había acompañado durante años empezó a llenarse, aunque fuera solo un poco.

Mientras tanto, Hino y Diana se lo pasaron en grande jugando a juegos de mesa, probando aparatos tecnológicos que sorprendían al elfo, o viendo la televisión. En aquel momento se sentían como una pareja común; sin preocupaciones, sin futuros inciertos, sin distancias entre sus mundos.

Pero aquello no fue eterno. La noche llegó y la diversión dejó paso a la calma y al cansancio. Tras la cena, Lotreline se marchó a su casa y la joven pareja estuvo un rato disfrutando de una serie de televisión sobre la que el elfo no dejaba de hacer preguntas.

—Diana, Hino —les llamó de repente Adela—. Es hora de dormir. Mañana él y tu padre tienen que salir muy temprano. Hino, tienes una cama preparada en la habitación de al lado.

—Pero, mamá... —se quejó ella. No quería que amaneciera. No quería que saliera el sol.

—Nos vemos mañana, fierecilla —se despidió él con suavidad. Luego la besó en los labios, antes de dirigirse hacia la mujer con una sutil reverencia de cabeza—. Buenas noches, Adela.

—Buenas noches, Hino —se despidió sonriente. Luego se sentó en el borde de la cama junto a ella.

Diana apagó la televisión y suspiró tras llenar de aire sus pulmones.

—Perdóname, mamá. No quise gritarte antes...

—No te preocupes, cariño —restó importancia ella. Hubo un breve silencio en el que solo se escuchaba la lluvia y el silbido del viento. Los segundos se hicieron demasiado largos hasta que Adela volvió a hablar—. Le quieres mucho, ¿verdad?

—Sí... Él es genial, mamá. Es una de las mejores personas que he conocido —suspiró.

Esperaba que su madre sonriera al verla tan enamorada de un chico como si fuese la primera vez. Pero en lugar de eso la mujer adoptó una expresión que encerraba tristeza y amargura.

—¿Qué haréis cuando estéis separados?

—Hemos decidido visitarnos por turnos de vez en cuando —contó ella, mientras un escalofrío trepaba por su espalda.

Su madre entrelazó las manos con fuerza, gesto que Diana conocía muy bien: Siempre lo hacía cuando iba a decirle algo que no le iba a gustar. Algo que era difícil de decir.

—Diana... Me duele mucho decirte esto, de verdad —empezó a decir. No le gustaba para nada cómo empezaba eso. Tragó saliva para intentar calmar el escozor que se instalaba en su garganta—, no te había visto tan feliz nunca...

—¿A dónde quieres llegar?

—Debéis terminar —dijo, tajante.

Prefirió no haber oído aquellas palabras que destruyeron por completo su alma. Su mente enmudeció y se quebró en mil pedazos. Aquello debía ser una pesadilla.

—¿Qué?

—No quiero que os pase como a tu padre y a mí. Él apenas ha cambiado, sigue estando casi igual que cuando lo conocí, ¿sabes?; a Hino le pasará lo mismo. Él tiene aún muchos siglos de vida por delante. ¿Qué harás cuando envejezcas y él siga creciendo a su propio ritmo?

Lo que la niebla ocultóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora