El sol ya se asomaba por los lejanos montes, iluminando el cielo y la tierra con un cálido color. El elfo aún seguía sumergido en sus sueños con una profunda serenidad, arropado entre sábanas y cojines. Diana lo agitó suavemente para que se despertara, arrancándolo de aquel mundo de ensueño en el que parecía estar. Él soltó un gruñido para quejarse, y volvió a cerrar los ojos. La semielfa, sin embargo, no dio su brazo a torcer.
—Levanta ya, dormilón —le exigió con una sonrisa divertida en los labios—, pensaba que los elfos madrugaban más.
—Para que lo sepas, no he podido dormir muy bien esta noche. —Su voz sonaba somnolienta aún pero luchó por espabilarse—. ¿A qué viene eso de despertarme ahora? Estoy cansado.
—Estoy impaciente por ir a la ciudad —contó, entusiasmada. Apartó la sábana que cubría al elfo y retiró la venda de su pierna para examinar la herida—. Aún se ve mal, deberíamos ir a que te la curen.
El chico dejó escapar un suspiro y se acurrucó más entre las sábanas, negándose a abandonar la comodidad de la cama.
—Pero, Hino.... —se quejó ella, poniéndose las manos en la cintura.
—Vale, vale... Si consigues levantarme nos vamos —dijo con tono perezoso y una mueca de diversión.
Ella puso los ojos en blanco y tiró de sus brazos para intentar levantarlo, no sin esfuerzo. Hino se resistió usando todas sus fuerzas para que no lo moviera del sitio, y soltó una carcajada cuando Diana se cruzó de brazos con un fingido mosqueo.
—Pues ahí te quedas, encontraré yo sola el camino a la ciudad. Y a Ruhê.
—No, no, que tu padre me mataría como te pierda —contestó entre risas. Acabó por levantarse y le revolvió los cabellos a su amiga con picardía—. Vamos, fierecilla.
Ella le apartó la mano de su cabeza y le devolvió la mirada de diversión, frunciendo el ceño con una sonrisa.
Tras asearse y preparar sus mochilas de viaje, bajaron a desayunar. Aquella mañana había unos deliciosos bollos élficos con galletas que no dejaron su boca indiferente. Lo acompañaron con un zumo de uvas que los llenó de energía.
Después de que Hino se despidiera de la posadera, regresaron a su viaje. Tomaron un gran sendero a cuyos lados se extendían unos jardines de lirios rojos. Él iba casi cojeando por su herida pero insistió en que estaba bien y no necesitaba ayuda.
Mientras caminaban, Diana no pudo evitar fijarse en la pulsera que se enredaba en su muñeca. No se la había quitado desde que su padre se la había puesto, y había acabado por olvidarse de su presencia por completo. Pero las pocas veces que la había mirado, el triste rostro de Arno regresaba a su memoria junto con aquella historia. Junto con aquellas razones sobre su ida. Junto con el dolor, la duda, el enfado y la tristeza.
Acarició la pulsera con su dedo índice. Cuánto dolor había en aquel elfo; en su madre; en aquella relación quebrada por los años y las diferencias. Se habían amado con fuerza. Habían luchado por un amor que les había costado sangre y lágrimas... ¿Y todo para qué? ¿Tenía la culpa acaso de aquello que les pasó? ¿Debía seguir odiándolo? Según Hino, Arno era una buena persona. Un gran líder. Un hombre de gran corazón.
Quizá, los tres eran tan solo las víctimas de un destino cruel; de una historia que no pudo ser. Ahora, con la cabeza fría y el enfado dejado ya muy atrás, las cosas empezaban a verse un tanto diferentes.
¿Debía perdonar a su padre? ¿Debía intentar... olvidar?
Era difícil, pues el daño había sido tal que había dejado una pequeña cicatriz en lo más hondo de su alma. Aún había demasiado guardado dentro, tantas cosas que solucionar...
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Lo que la niebla ocultó
ФэнтезиÉrase un reino que olvidó. Érase el recuerdo de una guerra que destrozó corazones e hizo cenizas amores imposibles. Érase una niebla que la verdad ocultaba tras sus cortinas. Érase una chica llamada Diana con un poder demasiado grande para ella. Un...