Capítulo 36

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El águila surcaba los cielos por encima del mar. El viento acariciaba su plumaje con libertad e insistencia, arrancándole varias plumas que se deshacían en el aire. Hino y Arno permanecían callados, cada uno encerrado en el océano de sus mentes. El elfo joven se había quedado con las orejas caídas de la tristeza y ojos apenados. La pulsera que le había dado Diana relucía bajo el sol, el cual le arrancaba destellos plateados.

Hora de volver a su hogar, de seguir entrenando para llegar a ser un formidable centinela como le había prometido a sus padres. Pero ahora cada día perdería su vista en el mar para sentir que tras la niebla, tras la distancia, latía un corazón que también esperaba el momento del reencuentro.

Intentó no pensar en cómo sería su vida sin la presencia de Diana. Sabía que los días se sentirían más vacíos sin su risa, sus locuras o su forma de ocultarse las mejillas cuando se sentía avergonzada. Se había acostumbrado tanto a tenerla a su lado, que ahora sentía que le faltaba algo.

¿Cuánto tardarían en reencontrarse? ¿Cuánto habrá cambiado el rostro de la chica entonces? Un suspiro brotó de sus labios. No le importaba el aspecto de la semielfa para aquel momento... Pero aquella incertidumbre, aquel tiempo que ambos tenían que cruzar separados, era como una enorme piedra en el camino imposible de saltar. Dolía muchísimo aquella separación, y sentía que una parte de su ser se lo había llevado ella. Por unos momentos se arrepintió de haber ido a Tao...

Pero aquello debía de pasar. Adela merecía quedarse con su hija y también tenía el derecho de decidir dónde vivir... No podía aferrarse tanto a los demás, era algo a lo que le había estado dando vueltas.

Él podía esperar a Diana, pero la pobre mujer no. Se alegraba, al menos, de haber actuado bien en ese sentido. Aunque el sufrimiento se arraigara con fuerza en su alma.

—¡¿Qué...?! —exclamó de repente Arno, interrumpiendo sus cavilaciones. El pánico los inundó.

Todo se volvió oscuro cuando ocurrió.

Un estallido. El grito del águila cortando el aire como una daga afilada. La caída en picado que aceleró su corazón.

Un barco que se perdía en la lejanía había disparado una de aquellas armas que los humanos usaban para asesinar a distancia, y habían acertado en el águila de una forma siniestramente veloz. Palideció mientras sus sentidos se pusieron alerta. Mientras el pánico se expandía en su pecho.

Los habían descubierto.

—¡Maestro! —exclamó con el corazón a mil.

—Maldita sea. Nos han localizado —contestó entre dientes, alarmándose—. ¡Qamar, Zetwal; aguantad!

El águila chilló, malherida, y aleteó con fuerza como pudo. El brillo dorado que se desprendía de aquel cuerpo mágico se tornaba a uno grisáceo y moribundo.

El barco se aproximaba. Más estallidos rasgaron el aire, formando todo un caos de humo y fuego. Era un barco lento y estaba lejos, pero los disparos se reían de aquella distancia.

Su respiración se agitaba y se aferró con fuerza al cuerpo del águila que parecía desfallecer por aquel dolor agudo que atravesó su esencia. El ave perdía velocidad en cuestión de segundos y vacilaba por encima del mar, siendo presa fácil.

Arno se volvió hacia él, con sus ojos miel volviéndose de un intenso dorado. Hino supo enseguida lo que pretendía hacer y lo imitó. Concentró su propia energía feérica. Su sangre se removía inquieta y veloz, enloqueciéndose por la adrenalina. Respiró hondo mientras sus ojos esmeralda brillaron con intensidad y el poder que palpitaba en su interior se extendía como latidos fugaces.

Lo que la niebla ocultóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora