En el Castillo, los dos hermanos Romsen y Etgar Cedrid caminaban por los pasillos mientras hablaban de sus planes para hoy.
―¿De verdad vais a obligarnos a leer esos libros que os gustan a vosotros?― rogó saber Astrar, demostrando poco interés en poner en marcha la actividad.
―Sí― respondió Adlar ―, mientras nosotros jugamos con las espadas, vosotras podéis leeros el primer volumen. Ya lo veréis os encantará, te puedo asegurar que será mejor que quedaros las tres ahí sentadas estudiando.
―Pero es que, las aventuras, las peleas, los chicos rudos, las chicas exhibicionistas... son cosas vuestras. A mí todo eso me da lo mismo― decía Astrar exasperada.
―Solo haz un esfuerzo, verás que merece la pena― comentó Etgar asomándose por el lado izquierdo de Astrar.
―Ah, ya estáis como Miriar y sus novelas románticas, también ella se empeña en que lea esas patrañas amorosas, y no son mi tipo― renegaba Astrar.
―Vamos Astrar, así tendremos un grupo más unido― intentaba Adlar persuadir a su hermana desde su derecha ―. Únete a nosotros.
―Vale, pero a cambio, tú te dejarás crecer el pelo, y te vendrás con nosotras para arreglártelo― propuso Astrar como trato, con un tono burlesco ―. Igual te podrías hacer una coleta.
―El pelo largo es incómodo para pelear, y necesita muchos cuidados― dijo Adlar repudiando ese pacto ―. Además, solo los afeminados se hacen eso.
―Menudo machito, pues yo no tengo porqué leerme vuestras historietas― respondió tajante la joven irchena.
Al pasar por un cruce, y voltear hacia la izquierda para llegar antes a la salida y quedar con el resto del grupo, escucharon una voz familiar a sus espaldas.
―¿No saludáis, muchachos?― gritó una voz rasposa, con cierto tono agudo.
Al darse la vuelta, los tres irchenos divisaron la figura de un hombre que tenía un pañuelo verde en la cabeza, ocultando un largo cabello negro ondulado y grasiento, mostrando tras una barba oscura, con cortas trenzas, una sonrisa pícara. Vestía una larga gabardina marrón, con una camisa beis desabrochada que mostraba el pecho, llevaba puesto unos amplios pantalones de tela rojos, agarrados a la cintura con un cinturón negro, y cubría sus pies con unas botas negras de cuero. Aquel hombre de piel trigueña y de ojos marrones no era otro que el capitán Lúrigo, quien permanecía en el lugar esperando un abrazo.
Adlar y Etgar se lanzaron para recibirlo, llamándolo por su nombre, abrazándolo con tal fuerza, que hicieron tambalear al corsario, quien, después de soltar un leve quejido, pegó una fuerte risotada al tiempo que revolvía el pelo a los dos jóvenes irchenos.
―Que me aspen, sí que habéis crecido desde el último encuentro― dijo el pirata mientras dirigía su mirada en ambos ―. ¿Cuánto medís? Cada vez hacéis que me sienta más pequeño.
―Yo, metro setenta― contestó Adlar con presteza.
―Igual, aunque es probable que eso cambie de aquí a nada― dijo Etgar con una sonrisa dibujada en su rostro.
Astrar fue acercándose con mayor calma que sus dos acompañantes, puesto que aquel hombre no le caía tanto en gracia como a su hermano y amigo, debido a que solo veía en él a un pirata, gente de mal vivir, cuyos pasatiempos eran beber, fornicar con rameras, y asaltar barcos comerciales. De las tres actividades ya mencionadas, se sabe que Lúrigo era fiel a las dos primeras, y en parte a la tercera, solo que era un pirata al servicio de su padre, para que realizara asaltos a otros barcos comerciales que fueran provenientes de Karzak, atacando sin dejar testigos.
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Las Guerras de Oriennón (Volumen 1)
FantasyEn un mundo devastado por incesantes guerras, un joven guerrero emprende un arduo camino repleto de desafíos y batallas. Sin saberlo, está a punto de iniciar una historia de la que no podrá escapar. No está permitido hacer una publicación de mi hist...