Prólogo.

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El principio de un fin

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El principio de un fin.

Octubre, 2022.

Las vísperas decembrinas comenzaron a sentirse en aquel amanecer del primer lunes de octubre, una madrugada imperecedera y desolada que me revelaba los caminos más lóbregos a los que mis miedos me acarreaban. Estaba entumecido en mi cama con el cuerpo paralizado, la velocidad de mis pensamientos no era lo suficientemente rápida como para levantarme. Mis ataques de pánico y las parálisis del sueño eran más frecuentes. El primer estímulo auditivo del amanecer fueron aquellos desesperantes gritos y golpes que vinieron de afuera, los que retumbaban mi mente con traumas y recuerdos grotescos de mi infancia, no podía normalizar la violencia doméstica, pero estaba acostumbrado a escuchar las peleas de mis padres en cada mañana. Específicamente, no eran peleas sino ataques, porque crecí viendo cómo el bicho al que le llamé padre por mucho tiempo, amedrentaba y castigaba a mi madre con maltratos físicos y psicológicos. Por desgracia, mi madre no era la única presa de la que se alimentaba el depredador, porque también lo fue mi hermana de 15 años, mis difuntos abuelos y mi persona.

Mi nombre es Michael y mis características corporales corresponden a la raza caucásica, pero nativo de Venezuela. Soy un poco alto, complexidad robusta, ostento un rostro del tipo diamante y de rasgos prominentes, ojos marrones, nariz recta, labios rojos y mi cabello es castaño claro.

De manera idiopática, había algo que me mantenía despierto por las noches, el reflejo de ello era la hipercromía nocturna que teñía mis párpados inferiores de negro y violáceo, las ojeras y la palidez de mi rostro me daban un aspecto vampírico y temiblemente fúnebre. Mi alma salía por las noches para librarse del sabor de mis pecados más terrenales, las alas que me permitían volar noctámbulamente eran mi imaginación y la escritura.

En mis noches más frías me vestía de negro, guardando el duelo por la memoria de mis muertos. Alimentaba mi cerebro con la literatura ocultista y astronómica, mi personalidad estaba dividida entre la dualidad de la luz y la oscuridad de mi sendero. Mi corazón era un pentagrama invertido, el que latía con secretos luctuosos y sentimientos sombríos. La luz que nacía de mi interior era visible exclusivamente para los que profesaban la veracidad y la rectitud, mientras que mi oscuridad se vislumbraba solo por los verdugos que violentaban mi paulatina destrucción. Sin embargo, a veces me preguntaba quién me llevaría flores a la tumba y pasaría horas hablándole a mis restos.

Las glándulas suprarrenales de mis riñones trabajaban activamente con la secreción del cortisol, la única hormona y el único mecanismo que me mantenía en la vigilia, pero como un muerto viviente, mi sistema inmunitario agonizaba en la afonía y mi energía mental se consumía en la epifanía. El aumento de cortisol multiplicaba la secreción de sebo a través de mis glándulas sebáceas y mi cutis se atiborraba de acné, me decepcionaba terriblemente ver mi reflejo en el espejo; estaba consumido por la vil desesperación y mis inseguridades proyectaban una monstruosidad viviente en mi mente. El estridente estrés de mi silencioso sufrimiento gritaba en ataques de ansiedad, nerviosismo y depresión, no estaba viviendo sino sobreviviendo.

22 NOCHESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora