6. Alguien a quien proteger

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Athena apenas si tuvo fuerzas para arrastrarse hasta su cuarto y recostarse. Ese día se cumplían dos meses desde el inicio de su entrenamiento. Por supuesto, no siempre las sesiones eran así de extenuantes, pues, gracias a las deidades existentes e imaginarias, sus maestros tenían que hacer sus propios entrenamientos y misiones. Cuando estuvo en la escuela, tenía días duros, pero nunca como los que había vivido últimamente. Lee, que era un muchacho de unos 16 años, poseía una energía casi inhumana, junto al maestro Gai, podrían suplirle electricidad a todo el País del Fuego. Pero también eran muy amables, sus otros dos compañeros también lo eran, incluso Neji con esa cara de pocos amigos. No obstante, las defensas de Athena siempre estaban en alerta, el miedo a volver a ser rechazada le impedía formar vínculos duraderos y estables, aun cuando su corazón lo anhelara.

Su mente divagó hacia la otra persona que se estaba convirtiendo en una constante presencia en su vida: Tsunade Senju. Cada dos o tres días había estado yendo por libros, los cuales no esperaba a llegar a la posada para devorar. Habían hablado poco, a excepción de ese día por la mañana, cuando la Hokage le había preguntado cómo se sentía con los entrenamientos. La conversación aún le resonaba en la cabeza.


—Yo... este... bien, creo —respondió Athena.

—¿Cómo que lo crees? —la Hokage arrugó el entrecejo.

—Todo va bien, tanto Lee como el maestro Gai son buenos conmigo. Hemos estado practicando muchos movimientos —trató de explicar.

La Hokage tamboreó los dedos en su escritorio con impaciencia.

—Eso no responde mi pregunta. ¿Cómo te sientes al respecto?

Athena reflexionó por un momento; no era habitual en ella hablar sobre sus sentimientos, pero quizás debía ser honesta con la Hokage.

—Un poco... abrumada. —Sintió que el rostro se le calentaba—. No estoy acostumbrada a ser el centro de atención, pero debo aceptar que su entusiasmo es refrescante.

Ante esas palabras, la Hokage esbozó una sonrisa de satisfacción. Athena la miró fascinada. Tsunade Senju era una mujer muy atractiva, daba miedo, eso sí, pero cuando sonreía, su rostro se iluminaba y parecía casi etérea. Era consciente de que no debía dejarse llevar por ese camino; aun así, era normal que le atrajese su físico, ¿verdad? Estaba segura de que todos los aldeanos estaban encantados con su belleza.

—Sé que esos dos pueden ser unos cabezas huecas —dijo la Hokage—, pero la determinación y la pasión que poseen es digno de admirar.

Athena concordaba con ello; por lo que había visto esos dos meses, se esforzaban con tal entrega y dedicación que nunca parecían cansados; predicaban y aplicaban lo que era la flor de la juventud.

—No sé si es de tu conocimiento —continuó la Hokage— que ninguno de ellos puede usar técnicas ninjas. No obstante, se han convertido en unos genios del combate cuerpo a cuerpo. A pesar de las circunstancias, nunca se han rendido. —Se inclinó sobre el escritorio—. Cuando llegué a la aldea, Lee se estaba recuperando de las heridas de un combate. Tuvimos que realizar una cirugía donde las posibilidades de ser exitosa eran poco más del 50 %. Pero mira, Lee tomó la decisión de someterse a ella.

Athena estaba estupefacta.

—¿Aun cuando pudo haberle costado la vida?

—Él tiene claro cuál es su sueño, y está empeñado en realizarlo. Además, también posee la voluntad de fuego: quiere proteger a la aldea y las personas importantes para él, y solo puede lograrlo si se hace más fuerte. —La Hokage clavó los ojos en ella—. Y tú, ¿tienes a alguien a quien quieras proteger?

Athena abrió la boca para decir algo, pero no pudo pronunciar ninguna palabra. ¿Tenía a alguien a quien proteger? La respuesta era sencilla: no, ya no. Sintió que se le cerraba la garganta y que le ardían los ojos. Trató de tomar aire con suavidad para tranquilizarse, pues no podía permitirse un momento tan vulnerable frente a alguien como la Hokage.

—¿Estás bien, Athena? —le preguntó ella con preocupación.

Athena tragó saliva un par de veces para poder responder.

—Sí... señora —su voz sonaba ronca—. Debo irme, se me hará tarde.


Y después de haber pronunciado esas palabras, había salido casi corriendo de la oficina de la Hokage, sin siquiera haber hecho la reverencia de despedida. Esperaba que su falta de educación no la hubiese hecho enojar. Pero ¿cómo podría haberle explicado que esa pregunta le había echado sal a su herida? No había palabras para expresar la soledad que sentía ni el hueco que había dejado en su corazón la muerte de su abuela.

Se levantó de la cama y se fue al baño a limpiarse la cara y cepillarse los dientes. Se miró al espejo. ¿Podría hacerse fuerte aun si no tenía a alguien a quien proteger? No poseía esa voluntad de la que hablaba la Hokage. Desde que tenía uso de razón, siempre sintió que no encajaba en ningún sitio y, al parecer, en Konoha tampoco lo iba a hacer.

Caminó hacia la cama y pasó la mirada por todo el cuarto; a pesar de lo modesto, era cómodo y de un precio asequible. No obstante, si deseaba seguir quedándose allí, tendría que encontrar un trabajo, pues se le estaba terminando el dinero.  

Entre el amor y las sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora