14. Prisioneros de la locura

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|ANGIE|

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|ANGIE|

No tengo idea de cuánto me hicieron dormir esos cerdos miserables, pero los rayos solares de un nuevo amanecer me hacen saber que me drogaron tanto que perdí la noción del tiempo. Observo con asco la bandeja de comida sobre la mesita de noche, pues todo lo que siento son ganas de vomitar por todo este lugar. Desde que desperté no he podido moverme de la cama, ni siquiera para buscar una forma de escapar, ya que ese infeliz disfrazado de enfermero se encuentra sentado frente a mí, mientras mira videos en su celular.

No tengo que preguntar qué está haciendo aquí, porque sé que está para vigilarme. Aunque me llama la atención el hematoma en su ojo, pues aunque no tengo recuerdos claros del día de ayer, en mi forcejeo no vi ese golpe en su cara. Pero no necesito saber qué le pasó, ya que a pesar de que aparenta lo contrario, no dudo que es un criminal que se vende por unos cuantos dólares para matar a quien sea.

—Esto es un secuestro, ¿Sabes? —pregunto, tratando de mantener mi voz firme.

—Silencio —ordena sin apartar su mirada de la pantalla de su celular.

—Te vas a podrir en la cárcel —amenazo con un tono desafiante.

Respira con fuerza y por fin me mira, guardando silencio por largos segundos.

—No deberías decirle eso a tus secuestradores —sugiere amenazante, y una sonrisa curva sus labios.

La impotencia me invade y miro los alrededores de la habitación, notando que se llevaron todo lo que me podría ser útil para defenderme.

—¿Cuánto te están pagando por esto? —pregunto, volviendo la mirada hacia el tipo.

—Lo suficiente como para dejarte dormida para siempre, princesita —contesta con simpleza, volviendo a ver su celular.

Mi sangre vuelve a calentarse como lava ardiendo y miro el desayuno sobre la mesita de noche. Incluso los cubiertos y el cuchillo son de un material plástico infantil. Vuelvo a mirar al tipo, que sigue distraído y acerco mi mano a la bandeja de comida arrojándola al piso. El estruendo lo hace mirarme con una expresión de infinito disgusto, por lo sonrío y miro el desastre.

—Será mejor que limpies —digo burlona.

En ese momento, la puerta se abre y entra ese viejo infeliz seguido por esas dos mujeres que pensé que eran buenas personas. Aunque no puedo juzgarlas, pues por sus expresiones de angustia no parecen muy contentas con todo esto. Ambas dejan la gran cantidad de bolsas, paquetes de ropa y zapatos sobre un largo sofá y se muestran demasiado nerviosas.

—Ah, limpien eso ahora —ordena el viejo mirando con disgusto el desastre en el piso.

—Ella lo hizo a propósito —acusa ese tipejo como una mujercita chismosa.

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