➸ O2

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La luna colgaba alta en el cielo, una esfera plateada que iluminaba el bosque en las afueras de Konoha. El aire nocturno era frío, con una quietud casi palpable, apenas interrumpida por el susurro de las hojas mecidas por una suave brisa. Madara, de pie en su solitario escondite, observaba el horizonte, el reflejo de la luna en sus ojos oscuros como la misma noche que lo rodeaba. Había algo reconfortante en la soledad, una familiaridad que lo envolvía como una vieja compañera. Este bosque era su refugio, su escape de la traición y el caos que lo habían rodeado durante toda su vida.

Inhaló profundamente, llenando sus pulmones con el aire fresco. En momentos como ese, cuando todo el mundo dormía y el ruido de la civilización se apagaba, podía permitirse un respiro. Un breve descanso en su interminable lucha contra todo lo que había aprendido a odiar. Pero incluso en la quietud, la sensación de vacío lo carcomía por dentro, como un eco que nunca se extinguía.

De pronto, un crujido. Algo insignificante, pero suficiente para disparar sus instintos. Giró con brusquedad, sus ojos rojos, activados casi por reflejo, escaneando los alrededores. Lo que encontró no fue una amenaza, al menos no en el sentido tradicional. De entre los árboles emergió una pequeña figura, apenas visible a la luz de la luna. Era una niña, de no más de once años, su cabello rojo y desordenado brillando como una llamarada en la penumbra. A pesar de su frágil apariencia, sus ojos ámbar lo miraban con una seguridad que lo tomó por sorpresa.

Madara frunció el ceño. ¿Una niña, aquí, sola? No era normal. Nada en este bosque era normal.

—¿Quién diablos eres? —gruñó, su voz grave y afilada como un cuchillo.

La niña no se inmutó. Si estaba asustada, lo ocultaba muy bien. Dio un paso al frente, con la barbilla alzada, y Madara pudo ver que no mostraba signos de miedo, ni siquiera respeto. Estaba acostumbrado a que cualquiera, al mirarlo, mostrara aunque fuera un atisbo de temor. Pero esta mocosa no.

—Este es mi lugar —dijo, cruzando los brazos sobre el pecho, como si realmente tuviera autoridad para echarlo—. No deberías estar aquí.

El ceño de Madara se frunció aún más. "¿Su lugar? ¿Esta niña de verdad está intentando desafiarme?" Pensó, entre irritado y divertido.

—¿Tu lugar? —repitió, su tono goteando sarcasmo—. ¿Qué vas a hacer, pequeña? ¿Echarme a patadas?

El bosque guardó silencio por unos segundos. Madara esperaba que la niña retrocediera o, al menos, mostrara alguna señal de duda. Pero no, ella dio otro paso hacia él, como si no se diera cuenta de con quién estaba hablando. Había algo en esa osadía infantil que lo desarmaba, una combinación de ignorancia y determinación que no había visto en mucho tiempo.

—Te lo digo en serio —respondió la niña, su voz firme—. Este bosque es mío. No me importa quién seas.

Madara soltó un resoplido, casi incrédulo ante la audacia de la mocosa. Sus ojos escarlata brillaron levemente al fijarse en ella.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, con más curiosidad de la que quería admitir.

—Aisuru —contestó ella, con una rapidez que sugería que estaba acostumbrada a ser cuestionada.

Madara repitió el nombre en su mente. Aisuru. Un nombre fuerte para alguien tan insignificante. Pero no había nada de insignificante en la forma en que lo miraba. Había fuego en esos ojos ámbar, un desafío que no se veía a menudo en alguien tan joven.

Rojo Escarlata ➸ Madara ; TobiramaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora