2 Cuento perdido

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El nombre de mi institución era Sunnycreek Home.
A veces, el destino es un sendero irreconocible.
Se alzaba al final de una calle en ruinas y sin salida, en la periferia olvidada de una pequeña ciudad al sur del estado. Acogía a niños desafortunados como yo, pero nunca oí a los otros chicos llamarlo por su verdadero nombre.
Todos lo llamaban vulgarmente «el Grave», la tumba, y no hacía falta ser muy listo para adivinar por qué: cualquiera que acabase allí parecía condenado a convertirse en una ruina y a no hallar jamás una salida, justamente como la calle donde se encontraba.
En el Grave me había sentido como entre los barrotes de una prisión.
Durante los años que pasé en aquel lugar, todos los días deseé que alguien me sacara de allí. Que me mirase a los ojos y me escogiera a mí, precisamente a mí, de entre todos los niños que se encontraban en la institución. Que me quisiera tal como era, aunque no fuera gran cosa. Pero nadie me escogía nunca. Nadie me había querido o se había fijado en mí... Siempre había sido invisible.
No como Rigel, pero qué bonito fue verlo de nuevo. Aunque fuera solo un instante, aunque solo fuera una ilusión de lo que pudo haber sido.
Sentí que el tiempo se detenía y, por un breve momento, me permiti soñar que todo podía volver a ser como antes. Pero la realidad siempre regresa, y con ella, la certeza de que el siempre será inalcanzable, como una estrella distante en un cielo que ya no es mío."

Él no había perdido a sus padres, como muchos de nosotros. Ninguna desgracia se había abatido sobre su familia cuando era pequeño.
Lo encontraron frente a la verja de la institución, en un cesto de mimbre, sin una nota y sin nombre, abandonado en la noche, con solo las estrellas, grandes gigantes durmientes, para velar su sueño. No tenía más que una semana de vida.
Lo llamaron Rigel, como la estrella más luminosa de la constelación de Orión, que aquella noche brillaba como una telaraña de diamantes sobre un lecho de terciopelo negro. Acabaron de completar el vacío de su filiación con el apellido Wilde. Para todos nosotros había nacido allí. Incluso su aspecto lo delataba: desde aquella noche, tenía la piel pálida como la luna y los ojos sombríos, oscuros, propios de alguien que jamás ha temido a la oscuridad.
Desde pequeño, Rigel había sido la joya de la corona del Grave. «Hijo de las estrellas» lo llamaba la directora que precedió a la señora Fridge; lo adoraba hasta tal punto que le enseñó a tocar el piano. Pasaba horas y horas con él, dando muestras de una paciencia que jamás tuvo con nosotros, y, nota tras nota, lo fue transformando en el impecable joven que brillaba entre las grises paredes de la institución.
Rigel era bueno en todo, con sus dientes perfectos, sus notas siempre altas y los caramelos que la directora le pasaba bajo mano antes de cenar.
El chico que todos hubieran deseado.
Pero yo sabía que no era así. Había aprendido a ver lo que había debajo de todo, debajo de las sonrisas, de la boca inmaculada, de esa máscara de perfección que exhibía ante todo el mundo.
Él, que llevaba la noche dentro, ocultaba en los pliegues de su alma la oscuridad de la que había sido arrancado.
Rigel siempre se había comportado de un modo extraño conmigo.
De un modo que yo nunca había sido capaz de entender.
Como si hubiera hecho algo para merecerme aquel trato o aquellos

silencios, cuando de niño lo sorprendía observándome a distancia. Todo empezó un día como cualquier otro, ni siquiera recuerdo el momento preciso. Pasó por mi lado, me hizo caer y me lastimé las rodillas. Me llevé las piernas al pecho y me sacudí la hierba, pero cuando alcé la vista, no vi en su rostro la menor señal de que fuera a disculparse. Se quedó allí, de pie, clavándome la mirada, a la sombra de un muro agrietado.
Rigel me tironeaba de la ropa que llevaba puesta, me tiraba del pelo, me deshacía las trenzas; las cintas caían a sus pies como mariposas muertas y, a través de mis pestañas húmedas, veía su sonrisa cruel tensándole los labios antes de huir.
Pero jamás me tocaba.
En todos aquellos años, jamás llegó a rozarme con la mano. Los dobladillos, la tela, el pelo... Me empujaba y me daba tirones, y yo acababa con las mangas dadas de sí, pero jamás con una señal sobre mi piel, como si no quisiera dejar en mí las marcas de su culpa. O quizá eran mis pecas, que le causaban repulsión. Tal vez me despreciaba hasta el punto de no querer tocarme.
Rigel pasaba mucho tiempo solo y rara vez buscaba la compañía de los otros niños.
Pero recuerdo una vez, cuando tendríamos unos quince años... Había llegado un niño nuevo al Grave, un chico que sería transferido a una casa de acogida al cabo de unas semanas. Casi al momento, hizo buenas migas con Rigel; ese chico era peor que él si cabe. Estaban apoyados en uno de los deteriorados muros, Rigel tenía los brazos cruzados, los labios y los ojos centelleantes de sombría diversión. Nunca los había visto discutir por nada. Un día como cualquier otro, sin embargo, a la hora de cenar, el chico se presentó con un moretón bajo el párpado y un pómulo hinchado. La señora Fridge le lanzó una mirada hostil y le preguntó con voz atronadora qué diablos había sucedido.
—Nada —respondió él, sin alzar la vista del plato—. Me he caído en la

Fabricante de lagrimas.Where stories live. Discover now