Aquella noche no tuve pesadillas.
Nada de sótanos.
Nada de correas.
Nada de escaleras de caracol hacia la oscuridad.
Durante todo el rato... tuve la sensación de que alguien me observaba.
Solo cuando las pesadillas llamaron a la puerta de mis pensamientos, me pareció percibir que mis labios dejaban escapar un gemido. Pero, al cabo de un momento..., se desvanecieron. Algo me envolvió y las ahuyentó, y mis miembros se sumieron en el olvido, acunados por un calor reconfortante.
Abrí los párpados, ligeramente aturdida.
No sabía qué hora debía de ser. Más allá de la ventana, el cielo estaba de ese color oscuro y un poco tenue que aún no ha perdido el matiz nocturno. Debían de faltar unas pocas horas para el alba.
Poco a poco, empecé a situarme. Noté que me dolían los huesos de la pelvis y que tenía los músculos de las piernas un tanto agarrotados. Movílos muslos bajo la manta, pero al hacerlo, sentí una ligera quemazón en el bajo vientre.
En ese momento, noté un peso que mantenía mi cintura caliente.
Miré hacia abajo. Una muñeca bien definida me rodeaba las caderas. Observé sus líneas recias y angulosas y fui ascendiendo hasta llegar al chico que había a mi lado.
Rigel tenía el otro brazo doblado bajo la cabecera y su respiración era tranquila y regular. Las cejas le resaltaban los pómulos elegantes y su melena oscura caía en cascada sobre la almohada como seda líquida, suave y apenas despeinada. Tenía los labios ligeramente inflados y un poco agrietados, pero espléndidos, como de costumbre.
Siempre me había gustado verlo dormir. Desprendía una belleza surreal. Las facciones distendidas lo volvían... encantador y vulnerable... De pronto, sentí una punzada en el corazón.
¿Había sucedido de verdad?
Emití un leve crujido al alargar la mano. Dudé, pero al final le toqué el rostro con cautela y noté su calidez en las puntas de los dedos.
Estaba allí de verdad.
Había sucedido todo realmente...
Una felicidad incontenible me embargó el corazón. Entorné los párpados
mientras respiraba su perfume masculino y, sin hacer el menor ruido, me incliné hacia delante y me acerqué a él.
Apoyé mis labios en los suyos, con suavidad. El chasquido lento y tenue de aquel beso resonó en el silencio. Cuando volví a mirarlo, me di cuenta de que había abierto los ojos.
Sus iris destacaban bajo las cejas oscuras y noté que me estaban mirando, negros e increíblemente profundos, antes de que pudiera corresponderle.
—¿Te he despertado? —susurré y me pregunté si no habría sido lo bastante delicada.
Rigel seguía mirándome, pero no respondió. Me acomodé en laalmohada, disfrutando de su mirada.
—¿Cómo te sientes? —me preguntó, observando mi cuerpo envuelto en
la manta.
—Bien. —Busqué sus ojos, acurrucada, sintiendo que las mejillas se me
encendían de felicidad—. Mejor de como me había sentido nunca.
De pronto, la imagen de Anna y Norman irrumpió en mi mente, y pensé
que lo mejor sería regresar a mi habitación.
—¿Qué hora es? —pregunté, pero Rigel pareció intuir mi temor.
—Aún faltan unas horas para que se despierten —dijo, y yo interpreté
«puedes quedarte un poco más» sin necesidad de palabras.
Me hubiera gustado que nos mirásemos a los ojos, pero estaba demasiado relajada como para no contentarme con tener su cuerpo junto al mío. El cansancio se abría paso a través de mi piel, pero, transcurrido un tiempo
indefinido, en lugar de cerrar los ojos, susurré de todo corazón:
—Siempre me ha encantado tu nombre.
No sabría decir por qué había escogido aquel momento para decírselo;
jamás se lo había confesado, ni una sola vez. Sin embargo, en ese instante, sentía mi alma más unida a la suya que nunca.
—Sé que no estarás de acuerdo conmigo —añadí despacio mientras él volvía a mirarme—. Sé... lo que representa para ti.
Ahora me observaba con atención; en sus ojos brillaba algo remoto que simplemente percibí sin tratar de interpretarlo.
Le hablé con ternura y con sinceridad.
—No es como tú piensas. No te vincula a la directora —le dije, despacio, como en un susurro.
—¿Y a qué me vincula? —preguntó con voz ronca y pausada, como si realmente no fuera a creerse la respuesta.
—A nada.
Me miró desconcertado y yo suavicé la mirada.
—Simplemente no te vincula. Eres una estrella del cielo, Rigel, y al cielo