La habitación estaba desordenada y llena de polvo, como siempre.
El escritorio sería bonito sin todo aquel caos y sin las manchas pegajosas de coñac que dejaban los vasos. Pero no importaba.
Él miraba al suelo.
Rigel ya se conocía de memoria las vetas de aquel pavimento.
—Mírelo. Es un desastre.
Siempre era así. Pese a estar allí presente, los dos adultos que había en
la estancia siempre hablaban como si él no estuviera.
A lo mejor es que así es como se habla de los problemas. Como si no
estuvieran.
—Mírelo—le dijo de nuevo el doctor a la mujer. Su voz sonó con un matiz
de piedad y esta vez Rigel lo odió con todas las fibras de su cuerpo. Lo odió por su compasión, pues él no la quería.
Lo odió porque aún lo hizo sentir más defectuoso.
Lo odió porque no quería despreciarse más de lo que ya lo hacía. Pero, sobre todo, lo odió porque sabía que tenía razón.
El desastre no estaba en sus uñas sucias.
No puedes esconder un corazón que tiembla.No estaba en sus párpados, que a veces quería arrancarse.
No estaba en la sangre que había en sus manos.
El desastre estaba dentro de él, arraigado tan hondo que resultaba
incurable.
—Usted puede que no lo acepte, señora Stoker. Pero el niño muestra los
primeros síntomas evidentes. Su incapacidad para relacionarse con los demás solo es una de las señales. Y, en lo que respecta al resto...
Rigel dejó de escucharlo porque ese «resto» era lo que hacía más daño.
¿Por qué era así? ¿Por qué no era como los demás? No eran preguntas propias de un niño, pero tampoco podía dejar de hacérselas. A lo mejor hubiera podido formulárselas a sus padres. Pero ellos no estaban.
Y Rigel sabía el motivo.
El motivo era que los desastres no le gustan a nadie. Los desastres son incómodos, inútiles y farragosos.
Es más fácil librarse de los juguetes rotos que tener que quedárselos. ¿Quién podría querer a alguien como él?
*
—¿Nica?
Parpadeé, de vuelta a la realidad.
—¿Tú cómo has traducido la cinco...?
Rebusqué en mis traducciones, esforzándome en concentrarme.
—«Lo había saludado» —leí en mi hoja—. «Lo había saludado antes de
partir».
—Ajá. —Billie se giró triunfal—. ¿Lo ves?
A su lado, Miki dejó de mascar chicle y le lanzó una mirada escéptica por
debajo de la capucha.
—¿Y a ti quién te ha dicho nada?
—¡Mira, te has equivocado al escribirlo! —se obstinó Billie, señalándoleel cuaderno—. ¡Aquí!
Los ojos de Miki apuntaron a la hoja, lapidarios.
—Ahí pone «Lo había salvado». No «Lo había saludado». Eso es del
ejercicio que va después.
Billie se rascó la cabeza con el lápiz, dubitativa.
—Ah —dijo—. Pues a mí me había parecido... Claro que, con esa letra
de médico que tienes, ¿eh? Mira aquí..., ¿tú crees que esto es una «u»? Miki entrecerró los ojos y su amiga sonrió radiante.
—¿Me dejas copiar las otras también?
—No.
Yo las observaba discutir mientras volvía a perderme en mis cavilaciones.
Habíamos quedado para estudiar, pero, por algún motivo, no lograba concentrarme. Mi mente emprendía el vuelo a la mínima distracción.
Sabía que en realidad aquella distracción tenía unos ojos negros como la noche y un carácter imposible.
Lo que Rigel me dijo se me había quedado clavado en la cabeza y no había manera de hacerlo salir de allí.
De pronto, la contraventana del porche se abrió y la abuela emergió con toda su contundente amabilidad.
—¡Wilhelmina! —atronó, dándole un buen susto a su nieta—. ¿Has mandado la cadena de san Bartolomeo a través del móvil tal como te dije?
Billie escondió la cabeza, exasperada, tratando de hacerse invisible. —No, abuela...
—¿Y a qué esperas?
No entendí de qué estaban hablando, pero la cara de confusión que debí
de poner me valió una media explicación.
—La abuela sigue convencida de que los mensajes te traen los santos a la
puerta... —me instruyó Billie, pero se sobresaltó al ver que su abuela inflaba el pecho.
—¡Hazlo! —le ordenó y a continuación apuntó a Miki con el rodillo deamasar.
—¡Miki, hazlo tú también! ¡Es una orden!
—¡Oh, vamos, abuela! —protestó Billie—. ¿Cuántas veces tengo que
decirte que esas cosas no funcionan?
—¡Tonterías! ¡Te protege!
Billie alzó los ojos al cielo y se dispuso a coger el móvil.
—Vale, pero ¿podemos merendar ya?
La abuela frunció orgullosamente el entrecejo.
—Claro que sí —anunció, adoptando una pose casi heroica mientras se
daba golpecitos en la mano con el rodillo.
Billie, mientras tanto, empezó a teclear furiosamente en su móvil. —Ahora se lo envío a unos cuantos... ¡Ah, Nica, a ti también te lo envío! Encogí el cuello y la mirada de la abuela cortó el aire y acabó
acertándome.
—¿A... a mí?
—Sí, ¿por qué no? ¡Así estaremos todas a salvo!
—Pero yo...
—Debes enviárselo a quince contactos —me explicó mientras yo tragaba
saliva, porque la abuela seguía teniéndome a tiro.
¿Quince contactos? ¡Pero si yo no tenía quince contactos!
—¡Hecho! —anunció Billie.
De pronto mi móvil y el de Miki emitieron una ligera vibración. La
abuela nos miró la mar de orgullosa con su delantal ondeando al viento. —Acabo de prepararos la merienda —dijo mientras se giraba para volver
a entrar. Pero pareció repensárselo.
—Por cierto, ¿has logrado contactar?
Billie la miró y se encogió de hombros.
—Ha vuelto a caerse la línea —masculló y deduje que estaba hablando
de sus padres—, pero creo haber oído el berrido de un camello. Aún siguen en el desierto de Gobi.