5 Cisne negro

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Estaba sudando. Me palpitaban las sienes. La habitación era pequeña, polvorienta, sofocante... Y estaba oscuro. Siempre estaba oscuro.
No podía mover los brazos. Arañaba el aire, pero nadie me oía. Me ardía la piel, trataba de estirar la mano, pero no podía: la puerta se cerraba y la negrura me caía encima...
Me desperté sobresaltada.
La oscuridad que me rodeaba era la misma que la de mis pesadillas y tardé un instante interminable en dar con el interruptor. Aún seguía apretujando las mantas.
Cuando la luz inundó la estancia, dibujando los contornos de mi nueva casa, seguía teniendo el corazón en la garganta.
Habían vuelto las pesadillas. No... En realidad, no se habían ido nunca. No había bastado con cambiar de cama para dejar de verlas.
Me pasé febrilmente la mano por las muñecas. Las tiritas seguían allí, en mis dedos, tranquilizándome con sus colores. Recordándome que era libre.
El corazón también tiene una sombra que lo sigue allí adonde va.

Podía verlas, así que no había oscuridad. No había oscuridad, estaba segura.
Respiré hondo, tratando de hallar alivio. Pero seguía teniendo aquella sensación en la piel. Me susurraba que cerrase los ojos, me esperaba agazapada en la oscuridad. Estaba allí por mí.
¿Llegaría a ser realmente libre algún día?
Aparté las mantas y salí de la cama. Me pasé la mano por el rostro, salí de la habitación y me dirigí al baño.
La luz iluminó los azulejos blancos y limpios. El luminoso espejo y las toallas suaves como nubes me ayudaron a recordar lo lejos que me encontraba de aquellas pesadillas. Todo era distinto. Aquella era otra vida...
Abrí el grifo del lavabo, me mojé las muñecas y fui recobrando poco a poco la paz interior. Me estuve así un buen rato mientras se me aclaraban las ideas y la luz volvía a iluminar mis rincones más oscuros.
Todo iba a ir bien. Ya no vivía entre recuerdos. No debía tener más miedo... Estaba lejos, a salvo, segura. Era libre. Y tenía la oportunidad de ser feliz...
Cuando salí del baño, me di cuenta de que ya había amanecido.
Ese día teníamos Biología a primera hora, así que procuré no llegar tarde a clase. El docente que daba la asignatura, el profesor Kryll, no era famoso precisamente por su paciencia.
Aquella mañana, la acera que había frente a la escuela también estaba abarrotada de estudiantes. Me sorprendí mucho cuando oí una voz entre el gentío que me llamaba:
—¡Nica!
Billie estaba delante de la puerta, con sus rizos balanceándose al compás del eufórico movimiento de su brazo. Exhibía una sonrisa radiante y me encontré observándola perpleja, pues para mí todas aquellas atenciones eran una novedad.
—Hola —la saludé tímidamente, procurando que no se me notase lo feliz

que me hacía que me hubiera reconocido entre tanta gente.
—¿Cómo ha ido la primera semana de clase? ¿Ya has desarrollado
instintos suicidas? Kryll te está volviendo loca, ¿a que sí?
Me rasqué la mejilla. A decir verdad, me había parecido fascinante su
clasificación de los invertebrados, pero por la forma en que todos hablaban de él, parecía que hubiera instaurado una especie de régimen terrorista para su materia.
—En realidad —respondí titubeante—, no me ha parecido tan mal...
Ella se echó a reír como si acabase de contarle un chiste.
—¡Claro que sí! —repuso, dándome un cachete cariñoso que me
sobresaltó.
Mientras caminábamos juntas, me fijé en que llevaba una pequeña
cámara fotográfica de ganchillo colgando de la cremallera de su mochila. Al cabo de un instante, Billie se iluminó. Echó a correr hacia delante,
eufórica, y se detuvo al llegar junto a una espalda que estrechó desde atrás. —¡Buenos días! —exclamó dichosa mientras abrazaba la mochila de Miki. Ella se volvió luciendo una expresión mortuoria: las ojeras eran muy
visibles en aquel rostro falto de sueño.
—¡Has llegado pronto! —gorjeó Billie—. ¿Cómo estás? ¿Qué clases
tienes hoy? ¿Quieres que después volvamos juntas a casa?
—Son las ocho de la mañana —protestó Miki— y ya me estás flagelando
el cerebro.
Reparó en que también estaba yo. Alcé una mano a modo de «hola», que
no se dignó a responder. Me di cuenta de que ella también llevaba una figurita de ganchillo colgada de la cremallera: la cabeza de un panda, con dos grandes cercos negros alrededor de los ojos.
En ese momento, unas chicas pasaron por nuestro lado, reprimiendo unos grititos de excitación, y se sumaron a un grupo más numeroso delante de una clase. Alguna estiraba el cuello para mirar adentro; otras se tapaban la mano con la boca, ocultando sonrisas de complicidad. Parecían un enjambre

Fabricante de lagrimas.Where stories live. Discover now