Aquella mañana soplaba el viento.
Combaba los tallos de hierba y mantenía limpio el cielo. El aire era terso y fresco como un detergente con perfume de limón. En nuestra zona, febrero siempre era suave y templado.
La sombra de Rigel delante de mí se deslizaba por el asfalto como una pantera de plomo fundido; observaba sus pasos precisos, poniendo un pie delante del otro, dominante también en el andar.
Me había mantenido a distancia desde el momento en que habíamos salido de casa. Iba unos pasos por detrás, cautelosa, y él, desde que había empezado a caminar, no se había girado ni una sola vez.
Tras el episodio de la noche anterior, mi mente no me daba tregua.
Me fui a dormir con su voz metida en la cabeza y me había despertado sintiéndola en el estómago. Por más que había intentado librarme de ella, aún podía sentir la presencia de su olor en mi piel.
¿Has visto alguna vez una estrella fugaz? ¿La has visto brillar en la noche? Ella era así. Extraña. Minúscula y poderosa. Con una sonrisa que lo iluminaba todo, incluso mientras se desplomaba.Seguía dándole vueltas a la cita y a sus palabras como si fueran las notas disonantes de una canción indescifrable. Cuanto más trataba de comprender la melodía que animaba sus gestos, más me hundía en sus contradicciones.
Un segundo más tarde, choqué con su espalda, parpadeé y me lamenté dejando escapar un gemido. No me había dado cuenta de que se había detenido. Me llevé una mano a la nariz mientras él me observaba por encima del hombro, irritado.
—Lo siento... —murmuré.
Me mordí la lengua y desvié la mirada. Aún no le había dirigido la palabra desde la noche anterior y tener que hacerlo por causa de mi torpeza me mortificó el alma.
Rigel reemprendió la marcha y yo esperé a que estuviera a unos cuantos pasos de distancia para seguirlo.
Al cabo de unos minutos, estábamos cruzando el puente sobre el río. Era viejo, una de las primeras construcciones de la ciudad, y también la única que reconocí el día que llegamos. Unos operarios estaban realizando trabajos de inspección. Norman se lamentaba de que llegaba tarde todos los días por ese motivo y yo entendía que lo hiciera.
Ya habíamos llegado a las puertas de la escuela cuando algo me llamó la atención en el arcén. Algo capaz de hacer sonar registros muy sutiles y profundos en mi interior, y de despertar mi alma de niña.
Un pequeño caracol recorría el asfalto, confiado y temerario. Los coches le pasaban por delante cual trepidantes colosos, pero él no parecía darse cuenta. Su lentitud acabaría conduciéndolo directamente hasta las ruedas de un automóvil, así que, sin pensármelo dos veces me precipité en su dirección. No sabría decir qué me entró en aquel momento, pero me sentí mucho más yo misma que cuando fingía ser como los demás. Para mí era una necesidad ayudar a esas criaturas tan pequeñas. Era un instinto que me salía del corazón.
Bajé de la acera y lo cogí antes de que cruzara la calle y hallase lamuerte. Todo el pelo se me desparramó a un lado de la cara, pero en cuanto vi que el caracol estaba fuera de peligro y de una pieza, mis labios esbozaron una sonrisa espontanea.
—Ya te tengo —le susurré, percatándome demasiado tarde de que acababa de cometer una tontería.
Oí el estruendo de un motor a mi espalda: era un coche acercándose a toda velocidad. El corazón se me subió a la garganta. Aún no me había dado tiempo a girarme cuando algo tiró de mí con fuerza.
De pronto me vi en la acera, con los ojos como platos y el sonido furioso de un claxon pasando disparado por mi lado.
Una mano me había agarrado del jersey a la altura del hombro y lo estaba estrujando en el aire. Cuando miré de quién se trataba, me quedé sin respiración.
Rigel me estaba observando con la mandíbula apretada y los ojos cortantes como dos filos de acero. Me soltó de golpe, casi con asco, y la parte deformada del jersey me cayó de nuevo sobre el hombro.
—Mierda —rezongó entre dientes—. ¿Se puede saber dónde tienes la cabeza?
Abrí los labios para decir algo, pero fui incapaz de articular una sola palabra. No terminaba de creerme lo que acababa de suceder, estaba desconcertada. Antes de que pudiera hacer nada, me dio la espalda, me dejó allí plantada y se dirigió hacia la verja de entrada.
Lo vi alejarse mientras yo seguía sosteniendo el caracol entre mis manos. Unas cuantas miradas femeninas se alzaron a su paso, acompañadas de numerosos cuchicheos. Después de la pelea del primer día, los chicos lo dejaban pasar, cautelosos, mientras que las chicas, por el contrario, se lo comían con los ojos, como si esperasen que también fuera a saltarles encima.
—¡Nica!
Billie venía hacia mí. Antes de que llegase, me apresuré a poner el