La primera vez que la vio tenían cinco años.
Llegó un día como cualquier otro, perdida, como lo estaban todos, como patitos sin madre.
Se había quedado allí, recortada contra el hierro de las puertas metálicas, confundida en medio de aquel otoño que engullía su cabello castaño y el cuero de sus zapatos desatados.
No fue nada más que eso. La recordaba con la insignificancia que se recuerda una piedra del montón: actitud retraída, hombros delicados y aquellos colores de polilla, de falena, de insecto desvalido. El silencio de un llanto mudo que él había visto tantas veces en otros rostros siempre distintos.
Después, un remolino de hojas, y ella se volvió.
Se volvió hacia él.
Un tumulto vibrante detuvo la tierra, detuvo su corazón. Lo que lo
conmocionó fue esa mirada que nunca hasta entonces había visto, dos círculos de plata que refulgían más que el cristal. Unos ojos deslumbrantes de un gris increíble. Y, sintiendo un escalofrío de cuento, Rigel vio unas pupilas anegadas en llanto y unos iris que no eran de este mundo, claros como el cristal.Se sintió desbancado cuando ella lo vio.
Lo miró a la cara y sus ojos eran los del fabricante de lágrimas.
Le habían dicho que el amor verdadero no tiene fin.
Se lo había dicho la directora cuando él le preguntó qué era el amor. Rigel ni siquiera recordaba dónde había oído hablar de ello, pero se había
pasado las mañanas de su infancia buscándolo en el jardín, en el interior de los troncos vacíos de los árboles, en los bolsillos de los otros niños. Se había hurgado en el pecho, les había dado la vuelta a los zapatos buscando ese amor del que tanto hablaban, pero no fue hasta más tarde cuando comprendió que era algo más que una moneda o un silbato.
Se lo habían dicho los chicos más mayores, aquellos que ya lo habían probado en sus carnes. Lo más considerados o puede que los más locos.
Hablaban de ello como si estuvieran ebrios de algo que no podía ser visto o tocado. Rigel no pudo evitar pensar que aún parecían más ofuscados con aquel aire de andar perdidos y, sin embargo, eran felices en su ofuscamiento. Eran náufragos a la deriva, pero mecidos por el canto de las sirenas.
Le habían dicho que el amor verdadero no tiene fin.
Y le habían dicho la verdad.
Trató en vano de sacárselo de encima. Se le había pegado a las paredes
del alma como el polen de una miel que él nunca había pedido que le sirvieran. Lo había enmarañado y pringado, le había cerrado toda vía de escape. Era una condena que rezumaba néctar y veneno, que goteaba pensamientos, respiraciones y palabras y se le pegaba a los párpados, a la lengua, a cada uno de sus dedos.
Ella le había excavado el pecho con una mirada, lo había lacerado con un aleteo de sus pestañas. Le había marcado en vivo el corazón con aquellos ojos de fabricante de lágrimas y Rigel había visto cómo se lo arrancaban sindarle tiempo siquiera a poder aferrarlo.
Nica lo había despojado de todo en lo que dura un suspiro, dejándole
únicamente una carcoma, una ardiente comezón en el centro del pecho. Lo había dejado desangrándose en el umbral de la puerta, sin ni siquiera tocarlo, con aquella gracia despiadada que hacía que la tierra se plegase y con aquellos colores apagados de falena, estela de delicadas sonrisas.
Le habían dicho que el amor verdadero no tiene fin.
Pero no le dijeron que el amor verdadero te destroza hasta los huesos cuando se te mete dentro y ya no te suelta.
*
Cuanto más la miraba, más incapaz era de dejar de mirarla.
Había una especie de suavidad en la ligereza con que se movía, algo infantil y diminuto y verdadero en su naturaleza más genuina. Ella miraba el mundo por la cerradura de las cancelas, con las manos sujetas a los barrotes, y esperaba, «deseaba», como él nunca había hecho.
La observaba corretear descalza por la hierba sin segar, acunar en sus brazos huevos de pájaro, frotarse flores en la ropa para que pareciera menos gris.
Y Rigel se preguntaba cómo algo tan grácil e insulso podía tener aquella fuerza capaz de hacerle tanto daño. Había rechazado aquel sentimiento con la prepotencia y la obstinación del niño que era, lo había enterrado bajo los órganos y la piel, tratando de ahogar desde su nacimiento aquella semilla que debía ser extirpada.
No podía aceptarlo.
No quería aceptarlo. Ella, tan anónima e insignificante. Ella, que no sabía nada, no podía entrar en su interior de aquel modo y abatir su alma y su corazón sin ni siquiera pedirle permiso.
Aquella vorágine no tenía control, devoraba y laceraba todo cuanto había