Todos creen que la muerte es un dolor inaceptable.
Un vacío repentino y violento... Una fatalidad en la que todo se convierte en nada.
No saben lo equivocados que están. La muerte... no es nada de todo eso. Es la paz por excelencia.
El fin de todo sentido.
La anulación de todo pensamiento.
Yo nunca había pensado en lo que significaba dejar de existir. Pero si algo había aprendido... era que la muerte no permite que la esquives sin antes exigirte un compromiso.
Yo ya la había sorteado por poco una vez en aquel accidente, cuando apenas tenía cinco años.
Me dejó marchar, pero a cambio se quedó con mi padre y mi madre. Así que no me iba a librar. Esta vez tampoco.
Volvía a estar allí, en la balanza opuesta a la vida.
Y, al otro lado, un precio que nunca podría pagar.Un sonido agudo.
Era lo único que percibía. Poco a poco, de la nada emergió otra cosa. Un olor aséptico y penetrante.
A medida que se intensificaba, comencé a percibir los contornos de mi cuerpo.
Estaba tumbada.
Todo resultaba tan pesado que era como si estuviera clavada. Pero aún no sabía a qué. Al cabo de unos instantes, noté que algo me estaba mordiendo un dedo.
Intenté abrir los ojos, pero los párpados me pesaban como rocas.
Tras innumerables tentativas, logré reunir la energía necesaria para llevar a cabo aquel esfuerzo.
La luz entró sutil y feroz como un cuchillo, me hirió la vista hasta el extremo de tener que cerrar los párpados. Pero cuando logré hacer frente a aquella intensidad, lo único que acerté a ver fue... blanco.
Me centré en mi brazo tendido sobre una manta inmaculada. En mi dedo índice, una especie de mordaza me presionaba la yema del dedo y vibraba con el latido de mi corazón.
Ahora el olor a desinfectante era tan intenso que me provocaba náuseas. Me sentía débil y aturdida. Probé a moverme, pero me resultó imposible.
¿Qué estaba pasando?
Distinguí la figura de un hombre sentado, lo miré con los ojos entornados y tardé unos instantes en hacer acopio de fuerzas para despegar los labios.
—Norman... —logré balbucir.
Fue un silbido apenas audible, pero Norman se sobresaltó: alzó la vista en mi dirección, se puso en pie de golpe y tiró al suelo un vaso de plástico con café. Se precipitó en mi cama trastabillando y me miró tan emocionado que el rostro se le puso morado. Al cabo de un instante, se estaba asomando a la puerta.
—¡Enfermera! —gritó— ¡Llame al médico, enseguida! ¡Está despierta,está consciente! Y mi esposa... ¡Anna! ¡Anna, ven, se ha despertado! Sonaron unos pasos apresurados en el aire. Al momento, la habitación había sido tomada por las enfermeras, pero antes que nadie, una silueta de mujer apareció en el umbral: se apoyó en el marco de la puerta, tan emocionada que empezaron a brotarle las lágrimas sin que pudiera
controlarlas. —¡Nica!
Anna se abrió paso entre los presentes, llegó hasta mí y se aferró a mi manta. Me miró febrilmente, con los ojos dilatados por el llanto, presa de una desesperación inconsolable que le distorsionaba la voz.
—Oh, Dios, gracias... Gracias...
Ahuecó una mano temblorosa sobre mi frente, como si tuviera miedo de romperme, y el llanto inundó sus facciones enrojecidas.
Incluso con los sentidos lentos y embotados, me di cuenta de que jamás la había visto con el rostro tan descompuesto.
—Oh, cariño —me acarició la piel—. Todo va bien...
—Señora, el médico va a llegar —le comunicó una enfermera, antes de alzarme un poco la almohada con diligencia.
—¿Me oyes, Nica? —me preguntó con voz clara una mujer—. ¿Puedes verme?
Asentí lentamente mientras ella examinaba el gotero y comprobaba los valores.
—No, no, despacio —susurró Anna cuando traté de mover el brazo izquierdo.
Entonces me di cuenta de cuánto me dolía incluso el menor movimiento: una punzada atroz me atravesó el tórax y algo me impidió completar aquel gesto.
No, algo no... Un vendaje.
Tenía el brazo doblado contra el pecho y vendado hasta el hombro.
—No, Nica, no te lo toques —me dijo Anna cuando traté de rascarme unojo que me picaba terriblemente—. Se te ha roto un capilar, tienes el ojo rojo... ¿Qué tal el tórax? ¿Te duele al respirar? ¡Oh, doctor Robertson!
Un hombre alto y de pelo canoso, con una barba corta y bien cuidada y una camisa de un blanco inmaculado, se acercó a mi cama.
—¿Cuánto hace que está consciente?
—Unos pocos minutos —respondió una enfermera—. Las pulsaciones son regulares.
—¿Tensión?
—Sistólica y diastólica dentro de la normalidad.
No entendía nada. Mis pensamientos también eran mudos y estaban
desorientados.
—Hola, Nica —me dijo el hombre con voz nítida y cauta—. Soy el
doctor Lance Robertson, médico del Saint Mary O'Valley y jefe de esta unidad. Ahora comprobaré tus reacciones a los estímulos. Puede que sientas que te da vueltas la cabeza o que tienes náuseas, pero es completamente normal. Estate tranquila, ¿de acuerdo?
El respaldo empezó a reclinarse.
En cuanto noté el peso de la cabeza en los hombros, una sensación de mareo brutal me revolvió las tripas; una arcada me oprimió el estómago y me incliné hacia delante, pero de mi cuerpo vacío solo salió una tos forzada y ardiente que me arrancó algunas lágrimas.
Anna se apresuró a ayudarme y me apartó el pelo del rostro. Me agarré a las mantas cuando una segunda arcada me machacó el abdomen y retorció hasta el extremo mi debilitado cuerpo.
—Todo va bien... Son reacciones normales —me tranquilizó el médico mientras me sostenía por los hombros—. No tienes por qué asustarte. Ahora yo me pondré aquí... ¿Puedes girarte sin mover la pierna?
Estaba demasiado aturdida para comprender qué quería decir. Y en ese momento me di cuenta de la extraña sensibilidad que tenía en un pie, como si tuviera algo inflado. Pero él ya me había alzado la barbilla con un dedo.