Las luces navideñas brillaban como luciérnagas.
Un bonito árbol iluminado irradiaba destellos dorados que se propagaban hasta los rincones más remotos del salón. Avancé por el mármol reluciente a través de la penumbra, iluminada por los adornos, procurando no hacer ruido.
En el sofá, frente a la chimenea, una niña dormía acurrucada la mar de feliz.
Un robusto antebrazo la sostenía suavemente. Y su carita reposaba sobre el pecho de un hombre espléndido.
Rigel tenía el rostro ladeado y los ojos cerrados.
A sus treinta y cuatro años estaba más atractivo que nunca. Una barba incipiente le sombreaba la mandíbula y cada músculo de su cuerpo parecía haber sido modelado para responder a un instinto de protección intrínseco y natural. Los hombros anchos y las muñecas definidas de adulto transmitían una envolvente sensación de seguridad que podía percibirse en cuanto entraba en una estancia.
Cogí a la niña con cuidado, procurando no despertarla, y me la puse en brazos.
Habían estado juntos todo el día.
Cuando llegó a nuestras vidas, cinco años atrás, Rigel me confesó sutemor: tenía miedo de no sentir afecto hacia ella, como había sucedido con todos los demás.
Sin embargo, ahora que ya había transcurrido un tiempo, podía afirmar que aquel temor se desvaneció en el mismo instante en que la vio en mis brazos, pequeña e indefensa, con aquel pelo de color azabache, idéntico al suyo.
Delicada, preciosa, pura... como una rosa negra.
Justo esa misma tarde, apoyada en el umbral, los había encontrado allí, sentados en la banqueta del piano. Ella en sus brazos, con un vestidito de terciopelo.
—Papá, cuéntame algo que no sepa —le pidió mirándolo con adoración, como hacía siempre.
Lo quería con locura y no hacía más que decir que su papá era el mejor de todos porque enviaba los satélites al espacio.
Rigel inclinó el rostro, pensativo, y las pestañas le rozaron los elegantes pómulos. A continuación, le cogió una de sus manitas y puso su palma contra la de él.
Jamás había sido delicado con nadie. Pero con ella...
—Muchos de los átomos que te componen, desde el calcio de tus huesos hasta el hierro de tu sangre, fueron creados en el corazón de una estrella que estalló hace miles de millones de años.
Su voz lenta y profunda acarició el aire como una sinfonía maravillosa.
Estaba segura de que ella no entendía bien sus palabras, pero abrió la boca formando una pequeña «O». Cuando ponía aquella expresión, Rigel decía que era idéntica a mí.
En ese momento, hice notar mi presencia, apoyada en el arco del salón.
—El maestro del parvulario me ha comentado una cosa curiosa... — empecé a decir—. Resulta que nuestra hija no permite que se le acerque ningún nene porque alguien la ha convencido de que transmiten enfermedades. ¿Tú sabes algo de este tema?Rigel me lanzó una mirada aguda mientras la pequeña jugaba con el cuello de su camisa y después, chasqueó la lengua.
—No tengo ni idea —respondió.
La niña lo miró con la carita fruncida y preocupada.
—No quiero la enfermedad de los nenes, papá. No dejaré que se me
acerque ninguno.
Lo abrazó y yo me lo quedé mirando, con una ceja arqueada y los brazos
cruzados.
Rigel hizo una mueca.
—Es una niña muy lista —murmuró satisfecho de sí mismo.
Solo de pensarlo me entraban ganas de sonreír.
De pronto, la oí gimotear y la sentí apoyarse en mi garganta. —¿Mamá...? —murmuró mientras se restregaba los ojos en mi piel. —Duerme, mi amor.
Me abrazó el cuello con sus manitas y su pelo suave me hizo cosquillas
en el mentón. Respiré el aroma de su champú de cereza y le hice mimos mientras subía las escaletas.
—Mamá —gorjeó de nuevo—, ¿papá antes se ha puesto malo? ¿Ha vuelto a tener dolor de cabeza?
Acerqué mi rostro a su cabeza y la estreché contra mi pecho.
—De vez en cuando sucede. Pero después se le pasa... Siempre se le pasa. Solo tiene que descansar. Tu papá es muy fuerte, ¿sabes?
—Lo sé —afirmó resuelta con su delicada vocecita.
Sonrió mientras llegábamos a su habitación y, una vez allí, la puse en su cama. Le encendí una lamparilla que proyectaba estrellas en el techo y le remetí las mantas con solícito cuidado. Se abrazó a mi muñeco en forma de oruga, muy remendado y restaurado para que ella pudiera seguir usándolo, y entonces reparé en que me estaba mirando con sus ojazos grises, como si de pronto hubiera dejado de tener sueño.
—¿Qué pasa? —le pregunté con ternura.—¿No me cuentas una historia?
Le acaricié el pelo negro y se lo aparté a un lado.
—Ya deberías de estar durmiendo, Rose.
—Pero es Navidad —objetó con su vocecita—. Siempre me cuentas una
historia muy bonita la noche de Navidad...
Me miró esperanzada, con su minúscula naricita y su piel blanca de
muñequita, y no hallé ningún motivo para negarme a complacerla. —Vale —accedí sentándome a su lado.
Rose sonrió feliz y sus ojos brillaron con el reflejo de mil estrellitas. —¿Qué historia quieres que te cuente?
—La tuya y de papá —respondió al instante, entusiasmada, mientras yo le cubría el pecho con la manta.
—¿Otra vez esa? ¿Estás segura? Te la cuento todos los años...
—Me gusta —respondió cándidamente, como si con ello quedara zanjado el asunto.
Sonreí y me acomodé mejor en su camita.
—De acuerdo... ¿Por dónde quieres que empiece?
—¡Oh! ¡Por el principio!
Entorné los ojos y la miré con cariño. Me incliné para arreglarle la
almohada, asegurándome de que estuviera cómoda y no cogiera frío. —¿Desde el principio? Vale.
Me apoyé con una mano en la cama, miré las estrellas sobre nuestras
cabezas y empecé a decir lentamente, con voz suave...
—En el Grave teníamos un sinfín de historias. Relatos susurrados,
cuentos para dormir... Leyendas a flor de labios, iluminadas por la claridad de una vela.
La miré amorosamente a los ojos y sonreí.
—La más conocida era la del fabricante de lágrimas...